Tal vez fue en 2013 cuando me reí del comentario de un amigo que me aseguraba que existía algo llamado “e-sports”. Ante semejante salvajada para mis oídos de aquel entonces, invocaba yo una potestad para decir que el binomio “deportes electrónicos” era un adefesio no sólo semántico sino hasta sintáctico (era una hipérbole, por supuesto, para remarcar mi asombro).
Un año después, mi visión dio un giro de 180 grados. Intuí por aquel entonces que en habla hispana todo aquello era una bomba (mediática) que estaba a punto de explotar. No me equivocaba. Para 2016 escuché por primera vez las narraciones de un tal Ibai en los torneos mundiales de League of Legends.
En México el formato de la crónica deportiva ya había sido reformulado por la dupla de Christian Martinolli y Luis García. El desparpajo, la comicidad y una crítica a medio camino entre desenfadada y brutal eran el sello de la casa de este par de comentaristas. Joven en aquel entonces, pensé que lo que nadie entendía del éxito de Martinolli y García estaba en su cercanía del tono que podías encontrar en Youtube e internet en general. Ibai Llanos representaba esto pero mucho más a la vanguardia de este fenómeno.
El impacto de sus reacciones (ese subgénero del internet) lo catapultó a una dinámica que fue fortaleciendo desde tres frentes: su faceta de cronista de e-sports y como creador de contenido para las plataformas de Twitch y Youtube.
Para 2023 Ibai Llanos es un empresario que posee ciertas exclusivas con personalidades como Messi o el Kun Agüero, o que es capaz de montar espectáculos con millones de vistas en vivo como co-director junto a Gerard Piqué.
En esta faceta mucho más consolidada, Ibai es un excelente representante de todo lo que impera de la cultura viral: la cantidad es el nuevo prestigio. Y la cantidad de reproducciones es sólo un lado de la maquinaria, cuando se dice que la cantidad es el nuevo prestigio, uno se refiere también a los objetos culturales: Ibai pasa de castear e-sports, reaccionar a todo de tipo de videos, transmitir en vivo sus salidas a restaurantes de lujo, presentar eventos como “El mundial de globos”, narrar un partido de fútbol entre el Madrid y el Barcelona e incluso viralizar sus rutinas de ejercicio.
De este modo, la dinámica cultural se ve atravesada por dos fenómenos que aún no logran asociarse: a nadie (o casi nadie) que le suenen los nombres de Max Horkheimer, Theodor Adorno y Leo Löwenthal por un lado, o los nombres de Georg Cantor, David Hilbert, Neumann János, junto a los nombres de Kobo Abe, Yukio Mishima o Yasunari Kawabata puede importarle un carajo la constelación de personalidades y objetos culturales producidos por Ibai. Esto, por supuesto, no es un problema salvo para el campo de la comunicación: escritores, periodistas y críticos por igual no hemos querido ensuciarnos las manos con la dinámica de lo viral.
El paradigma de lo cualitativo se mantiene disociado del paradigma de lo cuantitativo. Y si bien esto no es nada nuevo, el impacto de internet sólo ha logrado exponenciar el divorcio: bajo la lógica de la oferta y la demanda potenciadas por la velocidad que ofrece el mundo interconectado, el mapa global se configura como un conjunto de islas ideológicas y de consumo aisladas unas de las otras.
Los divulgadores científicos tienen mucho que agregar a esta discusión: acaso el problema no sea que en pleno siglo XXI se propague la idea de que la tierra es plana y que no existe nada parecido a la gravedad, el problema quizá consista en que la divulgación científica cobró vigor, dentro de las redes sociales, a partir de la desinformación mediática, es decir, la divulgación científica fue un ente más reactivo que propositivo.
En resumen, pareciera que ese espacio mediático ya había sido apropiado cuando la (digamos) alta cultura quiso reaccionar. A pesar de honrosas excepciones (pienso en Jaime Altozano y José Luis Crespo para los hispanohablantes o en Evan Puschak para el público de habla inglesa) la dinámica de lo viral parece una oportunidad perdida de complejizar los campos de intervención cultural, es decir, de agregar calidad (y complejidad) a los objetos culturales destinados a un máximo consumo.
Todo esto abarca una cantidad de fenómenos tan dispares y de un cruce interdisciplinario exigente: el cine fue un campo que otorgó masivamente complejidad narrativa a sectores de público tan heterogéneos en el tiempo y en el espacio, pero también creó un espacio de desgaste hasta extremos realmente burdos. Hoy día, la sobresimplificación y las fórmulas efectivas del blockbuster siguen en batalla abierta contra el cine propositivo (sea cine independiente o no).
Tal vez sea muy tarde para el Podcast, los Newsletters o los video-ensayos, y si bien es necesaria esta labor de difusión y comunicación, la así llamada alta cultura, podría ganar mucho (el condicional es importante resaltarlo) si dejase de ser en tantos sentidos un paquidermo moribundo en el plano inmanente de su autoconcepto, todavía tan aristocrático, eurocéntrico y elitista (véase cómo esos canales de excepción con varios millones de suscriptores pertenecen a esto dicho).
En última instancia, nada de esto sería relevante, salvo por aquella dolorosa lección que dejó el siglo XX al detectar la complicidad de los aparatos culturales con su propia inmolación. Dicho lo anterior, sí,he usado el nombre de Ibai Llanos para discutir un fenómeno que lo rebasa. Esa es la última lección que deben dejarnos los mega influencers.