Al inicio del canto XX de la Divina Comedia, Dante usa la palabra «sommersi», un término que evoca la condición general de todos los habitantes del infierno, ese lugar que posee “un cielo sin estrellas” y “donde el aire es fragor, [y] la luz ausencia”. Una traducción sencilla designa que la palabra se traduce a sumergidos, inundados e inmersos. Abilio Echeverría (poeta navarro que también hizo una versión poética del Paraíso Perdido de Milton) le proporciona una evocación azufrada: submersos. Palabra afortunada que trae a colación los cuerpos, millares y millares de cuerpos abrumados, olvidados o escondidos.
El suplicio no está muy lejos. Las laceraciones son el segundero de una condena que no concluye. Adelantándose a Foucault, el infierno de Dante es un saber que da forma a un poder para escribir su verdad en la carne del culpable. Una carne que es sombra, “pretexto de persona humana” dice Dante. Un poder soberano vuelve a los cuerpos submersos: los sumerge en la consecuencia de su falta/exceso, se tornan revelaciones simbólicas. Si cada pena expresa el pecado en forma sensible, puede pensarse en una estrategia de Dante para fijar el juicio divino.
Erich Auerbach rescata con particular emoción el episodio de Farinata y Cavalcanti, por las aportaciones estilísticas, pero también por la temporalidad paradójica donde el orden inamovible de lo eterno funge como marco predilecto para el teatro humano. Son cuerpos saturados de significado: la tozudez de Farinata y la angustia de Cavalcanti. Las sombras también son escritura. El tiempo se detiene, pero el sujeto no se disuelve, lo cual multiplica su sufrimiento. También su palabra: aquí y allá, en muchos momentos de la catábasis, los submersos quieren hablar, aullar su ser, como si el lenguaje fuera el último reducto de lo que aún pervive. Auerbach habla de la “figura consumada” y del realismo de Dante para realzar el poder del poema sobre los temas humanos. Nos conmovemos porque los hombres, a pesar del orden supratemporal de lo eterno, buscan sacudir el marco, rebelarse, detener o reconvertir la inmensidad en una expresión concreta. Un hijo, un momento, una moneda, un amor.
En el purgatorio aún hay cuerpos. Sombras pues, deshaciéndose de sus taras. Pero en el Paraíso esta dimensión se pierde. No hay submersos allí por una relación vertical (entiéndase de gracia) capaz de transformar la saturación de significado en un devenir de significado. En el canto IV del Paraíso, las sutilezas teológicas nada nos dicen sino a través de los ojos de Beatriz, cuya repetición excelsa se halla al inicio del Canto XVIII para abatir su pensamiento. Dante nos recuerda (en el Paraíso) al infante que busca la mirada del padre o la madre para recibir la traducción del mundo. El camino hacia el clímax, que incluirá la despedida de Beatriz (más adelante), se intensifica con momentos como el del Canto XXVIII:
como aquel que contempla en el espejo
luz que alumbra a su espalda de repente,
de la cual él no ve más que el reflejo,
mira atrás para ver si el vidrio miente
y ve que imagen con verdad concuerda,
como el canto del ritmo no disiente
Ojos de Beatriz que lo obligan al giro, y cuya sensación (me parece) hace que el propio Empíreo gire sobre sí mismo. Es el preludio de la visión de Dios. En la cumbre del cielo, paradójicamente, Dante es aún un «sommersi», pero de una naturaleza radicalmente distinta: no por castigo, sino por exceso. Inundado ahora no por el pecado ni por el dolor, sino por una luz que ciega, por una verdad que desborda las formas humanas de percepción y lenguaje. Ya no hay pena escrita en la carne, ni palabra que defienda al sujeto: lo que queda es el temblor de quien ha sido llevado más allá de sí. Allí, la sombra se hace transparencia. La visión de Dios no es culminación de un relato, sino interrupción absoluta de la narración. Y sin embargo, Dante escribe. Dante submerso: suplicio de su vida sin Beatriz, abrumado por la ingratitud de Florencia (la ciudad que amó y que lo desterró sin perdón), olvidado por los suyos, reducido a errar de corte en corte como un mendicante ilustre, y sumergido en el dolor de saberse exiliado en vida, sin tierra, sin justicia, sin voz.
Quizá ese sea su gesto final: testimoniar que incluso en la plenitud beatífica (en ese giro del Empíreo donde todo se ordena en amor) aún permanece una huella del submerso. El poeta no asciende para olvidar, sino para recordar que toda forma de conocimiento (sea castigo o gracia) necesita todavía de un cuerpo que lo diga, que lo sufra.