La tristeza me llegó de golpe un jueves por la tarde. Fue fulminante. Me invadió toda, se posesionó de mí. Tenía su nombre, literalmente, grabado en la frente. Lo podía ver. Solo tres letras, solo tres. Usualmente pienso colores, siento colores, huelo colores, veo imágenes pero ese jueves por la tarde, casi noche, nada más sentí como si me grabaran con fuego esas tres letras. Como si, del más allá, comenzaran a grabar en la piel de mi frente M-A-X con fuego vivo, fuego áureo y bermejo, fuego azul y verde, fuego que no se extingue, fuego infinito, que incluso ahora, mientras escribo estas líneas, arde.
Era una tristeza universal, quise pensar, pero no, era su tristeza en mí. Era una tristeza profunda que no había sentido en muchos años. Era una tristeza que casi había olvidado. Era una tristeza como la que sentí cuando te perdí, hace ya tantas décadas. Entonces era muy joven. Entonces ni cuenta me di que te habías ido. Pero ahora, quizá con falsa esperanza, con más ganas de creer que puedo ayudar, que hay posibilidades, algo he de lograr. No estoy segura de qué, solo lo pienso. Veo a Max cuando me duermo, cuando despierto. Tengo casi un mes de pensarlo constantemente y no entendía por qué. El jueves lo entendí. Mejor dicho, lo sentí. Me quemó. Vi las letras de su nombre con fuego en la piel.
Tenía miedo de que uno de mis libros hubiera sido el que comenzara esa tristeza. Sabía que lo estaba leyendo. Ese libro mío está cargado de tristeza. Quise convencer a los editores de que era un libro de viajes, de meta-ficción. Pero yo sabía que en realidad estaba cargado de tristeza, de pérdidas que a través de los años coleccioné, unas veces como protagonista de ellas, otras como mera espectadora, todo a través del tiempo. Tristeza que guardé en las líneas, que se quedó en los diseños de las letras, que exorcicé cuando escribía cada una de ellas en el papel. Pero que cuando ese libro mío se abre, como caja de Pandora, la tristeza contenida también entra de golpe, directo al pecho de quien lo lee.
Todavía me gusta escribir con pluma y papel. Me he rehusado a usar computadora para un primer borrador. Me gusta que esos sentimientos guardados se queden inyectados en las células de las fibras de las hojas de papel. En las mitocondrias, en el núcleo, en la pared celular. En ese microcosmos que forma la hoja y que absorbe la energía de la mano que escribe.
Hoy es sábado, es otoño, son las dos de la tarde y la luz de afuera hace que la tristeza de Max sea más intensa. Luz de octubre, ambarina. Hojas rosadas, anaranjadas y amarillas de otoño esparcidas en la atmósfera como tapices terrenales. Ayer lloré el día entero sintiéndolo. Le dije a Carmen que se me había metido la tristeza. No le dije por qué o por quién, que como un espíritu, como un soplo de recuerdos, me había entrado de golpe. Caracoles marinos lamentándose entre la furia de las olas. Un nudo doloroso en la memoria. Carmen quiso saber qué hacía cuando estaba triste. Llorar, le contesté. Eso hice. Lloré en el auto. En la oficina. En casa. Antes de entrar a una junta. Entre clases. Lloré mientras me bañaba, mientras cocinaba. Lloré hasta inundar la mesa de trabajo donde escribía estas líneas y confundir el sonido de mis lágrimas con el sonido de la lluvia.
Vi cómo las lágrimas borraban su nombre. Lo iban disolviendo. La tinta empezó a correr entre las otras palabras. Entre estas palabras. Su nombre incompleto. Su nombre fracturado. Su nombre con vestigios de una ‘M’ que se distinguía mejor que las otras letras. Letras, ahora, convertidas en tristeza líquida. En río de mercurio milenario, en tristeza de azogue, esa que me penetra hasta los huesos.
Quizás nunca regreses de ese viaje triste. De ese viaje al fondo de tu alma rota. Quizás te tome años en volver, pero ¿qué diferencia hacen los años, los días, las horas o los minutos cuando la tristeza es la misma? ¿Qué diferencia hay? Si la intensidad es la misma. Ya no se distingue el tiempo porque la tristeza es la misma. Ya no importa cuándo se llega al fondo. Oigo tu tristeza en cada una de mis letras. Cada una con sonidos individuales, notas agonizantes.
Pienso en tus sonidos. Sonidos orgánicos que nunca volveré a escuchar. Pienso en tu sonrisa diluida, seductora. En tu mirada intensa, ojos negros, callados. Se clavaron en los míos y sonreíste. Caminaste hacia mí y sonreíste. Luego escuché tus sonidos. Tus palabras. Inhalando y exhalando sílabas, ritmos del cuerpo. Veía las palabras brotar como aliento divino, de tu boca. Me abrazaste con calidez. Seguiste hablando, veía tus palabras como notas musicales. Humo lingüístico a tu alrededor. Niebla de fonemas dorados cubriéndote.
Pienso en tus sonidos tristes. ¿Es que acaso regresarás a este plano existencial? ¿Es que volverás a mí? Te muestro el camino. Te llamo con poesía. Pronuncio tu nombre para que desde la oscuridad me encuentres. Para que escuches la canción que entonamos juntos una vez. Para que la cantes conmigo una vez más. Flautas dulces llenen tu pensamiento. Notas altas, notas bajas te guíen hasta mí. Sonidos contrapunteados te encuentren. Chirimías de antaño iluminen tu camino. Sonidos dorados llenen tus ojos negros y me distingan entre la gente. Desde el más allá tu nombre aún arde en la piel de mi frente. Hace frío azul neón esta noche. La lluvia metálica no deja de caer.
[“Jueves” fue originalmente publicado en I-70 Review Literary Magazine en 2014 y es parte de la colección de relatos Pulsación]