Hacia el final de Anatomía de la influencia, ese último intento por parte de Bloom de ordenar su labor crítica, la discusión sobre la naturaleza agónica de la literatura abre paso a una reflexión sobre el presente y futuro de la poesía. En los dos últimos capítulos del libro (“La mano de fuego” y “Los hijos pródigos de Whitman”) se proponen los nombres que responderán al llamado del gran poeta. Se trata de una generación estadounidense de poetas que cierran el siglo XX y abren el XXI a nuevos horizontes: allí aparecen, entre otros, John Ashbery, W.S. Merwin, A.R. Ammons, Mark Strand y Charles Wright.
Las bases de esta explosión están en dos pasiones innegables de Bloom: Hart Crane y Wallace Stevens. El argumento de Bloom es que sobre los hombros de estos dos (estando atrás Whitman) están quienes vertebran la condición actual de la poesía estadounidense.
Pero cualquier revisión histórica posee sus sesgos. Bloom, evidentemente, consolida las figuras de Crane y Stevens en oposición a las figuras de Pound y Eliot. Es una batalla cultural sobre la determinación de los signos, la dispersión de estos y el curso posible de su recepción. En un sentido laxo también es la batalla entre Hugh Kenner y Harold Bloom como adalides de lo que Marjorie Perloff estipula como la batalla entre la Era de Ezra Pound y la Era de Wallace Stevens.
El mapa se vuelve dinámico: ¿tiene algún sentido hablar de las fronteras geopolíticas, es decir, hablar de poesía canadiense, británica o irlandesa? Sin embargo, las fronteras geopolíticas no son las fronteras sociales. Estados Unidos, por su condición de país nacido y construido por los migrantes, representa el paradigma de un caso complejo donde sería válido hablar únicamente de poesía en lengua inglesa. Pero nos topamos de nuevo con otro fantasma. ¿Qué hacer dentro de esta conversación con Anne Carson? ¿Dónde queda Charles Simic en la lista de Bloom?
Esta separación (basada únicamente en criterios taxonómicos algo inocuos) no es ajena a los estudiosos de la así denominada Literatura del Caribe. La pluralidad lingüística y cultural queda signada por tres nombres (entre muchos otros ejemplos): Aimé Cesaire, Dereck Walcott y Elis Julianna. De manera homóloga, la complejidad de relaciones estiradas y estriadas para el norte del continente americano va agrietando cualquier marco conceptual. Pero la tarea crítica ordena bajo unos parámetros (siempre relativos) la disposición de sus elementos: una poesía de relaciones históricas, culturales y geopolíticas donde en un mismo renglón cohabiten Teresa Avedoy, Luis Jorge Boone o Jeannette L. Clariond con los nombres de Ethel Cuyutupa o Violeta Orozco, sumados a una lista de escritores norteamericanos de contrastada calidad como Tracy K. Smith, Ada Limón, Olivier de la Paz, José Olivares, Sandra Beasley y Mónica Youn.
Con esto en mente, propongo una sucinta revisión a la poesía actual escrita en norteamérica más allá de la lengua y más allá de la pertenencia a cierto país; propongo explorar, en todo caso, lo heterogéneo de un territorio geográfico y poético habitado por una multiplicidad de miradas apabullante. Por supuesto, me interesa explorar las zonas de intersección entre distintas tradiciones en el marco de la poesía norteamericana, así como sus preocupaciones compartidas que trascienden las barreras del idioma.
El ejercicio consistirá en comentar más de una decena de poetas que sirven como muestra actualizada del panorama de la poesía norteamericana. Además, a partir del texto ‘Pound/Stevens: Whose Era?’ de Marjorie Perloff, se abrirá una tercera vía que incluirá la tradición hispanoamericana.
A pesar de ser un ejercicio que hago para mí, como un mapa cognitivo propio del estado de la cuestión, lleno de mis obsesiones y mis afinidades electivas (el eco de Goethe no es gratuito), espero sirva para plantear un salto, por minúsculo que sea, donde la visión del mapa no impida ver el territorio; el eco aquí no es Houellebecq sino Bishop que dice en su poema The map (y con esto cierro esta primera entrega de muchas otras más que vendrán sobre este tema):
The names of seashore towns run out to sea,
the names of cities cross the neighboring mountains
-the printer here experiencing the same excitement
as when emotion too far exceeds its cause.
These peninsulas take the water between thumb and finger
like women feeling for the smoothness of yard-goods.