Llegó así nada más sin avisar. Era casi el mediodía, estaba sentado frente a la ventana que da a la calle, leía. Muy despacio la oyó venir deslizándose sutilmente, de manera casi imperceptible. Sólo unos oídos agudos la hubieran escuchado, él la reconoció.
La temperatura que la acompañaba penetró a través de sus poros, supo que era ella, entonces alzó la mirada. La vio entrar con esos contrastes que la hacen única. La descubrió flotando, etérea, brumosa y al mismo tiempo decidida, con paso firme, asertiva.
Sentirse confrontado con su llegada, sobrecogido por su belleza, por el contraste entre fuerza y delicadeza, hizo clavarle la mirada, traspasarla. Ella proyectó fuego desde los ojos. Silenciosamente se observaron, al tiempo que se leían casi adivinándose. En él, el cuerpo se endureció, se estremeció, se erizó, calló; ni su respiración podía distinguirse y a ese silencio siguió otro aún más largo. No había nada que decir, nada que contar.
Él se levantó y cerró la puerta mientras el viento arreciaba. Ella entró y recorrió cada rincón con sus ojos quietos, con sus ojos de verdad. Se sentó en la silla metálica junto a la mesa en la que él leía.
Al tomar asiento sólo la contempló, la veneró en silencio, la volvió a mirar sin decir una palabra. Tomó su libro y leyó: “…amar a una u otra flor entre la bruma…”. Apenas terminó la frase, sintió la niebla y el viento helado azotarse en su ventana, ella ya no estaba allí.
Se sacudió, se desesperó, un choque eléctrico y azul recorrió lo largo de su cuerpo, pasó entre cada una de las células, de las venas y arterias. Abrió los ojos, no era nada, únicamente un recuerdo. El soldado que le sostenía la cabeza dio la orden de un choque eléctrico más. Él le sonrió, no era nada, sólo el recuerdo de un otoño fugaz.
Incluido en Lo que trae la marea (Mouthfeel Press, 2013).