Recuerdo un momento bochornoso de mi estancia en la facultad de Humanidades cuando el profesor, (también escritor) Heber Quijano, nos dio a leer “La muralla y los libros” del incansable Jorge Luis Borges. Y digo bochornoso porque en aquel ejercicio fui una víctima más en el laberinto de sus construcciones literarias donde el neófito puede perderse, especialmente porque cree que ha conseguido salir de las encrucijadas. La cosa con Borges es que sus poemas, sus ensayos y, evidentemente, sus narraciones mantienen una irresolución que te contamina incluso después de haber cerrado el libro.
Renovador del relato en una escala que sólo podemos comparar con Chejov y Kafka, con Borges, repito, te puedes perder en la anécdota, en la erudición que plantean sus narradores, en las referencias cruzadas o abiertamente ficticias, pero, hoy quiero hablar de una dinámica específica que mantienen una amplia gama de sus textos: el perderse con la proporción. Esta proporción puede ser memorística, espacial, temporal, sobre un libro o sobre librerías, sobre el azar, sobre tigres, sobre la fuerzas ocultas en los cuchillos de los gauchos, etcétera. Parte de la gracia de la obra de Borges es precisamente que su abundancia es una cornucopia exaltada que se vierte incesantemente en la escritura. A la lista anterior hay que agregar el amor, el sexo, el deseo, las humillaciones eróticas, las indignidades físicas y otro largo etcétera.
Ahora bien, abundancia implica también abundancia negativa. Lector, como era, en el más vasto sentido de la palabra, Borges (muy seguramente) deambuló por aquellas magnificencias del fin de la Antigüedad y el inicio de la Alta Edad Media rotuladas bajo el título de Teología Negativa (esa hidra a la que aún no le conocemos todas sus cabezas). Si hay un relato en Borges que juega con este cúmulo de lecturas, ése es precisamente “La larga busca”, que empieza así: “Anterior al tiempo o fuera del tiempo (ambas locuciones son vanas) o en un lugar que no es del espacio, hay un animal invisible, y acaso diáfano, que los hombres buscamos y que nos busca”.
Lo que he comentado sobre la proporción es vital en este texto como en aquel otro que me sacudió en la facultad: ambos te ofrecen una acumulación de oraciones que apuntan a un sentido, pero que son revertidas, casi por completo, en un punto específico. Para “La larga busca”, que es el texto que nos ocupa, Borges hace que todos su relato se oriente hacia un mismo punto: imágenes de Dios, intelecciones sobre Dios, junto a mitos, metáforas, analogías y comparaciones que apuntan sobre ese grado cero de la significación: Dios.
He aquí una muestra de la enumeración tan característica en Borges:
“Sabemos que no puede medirse. Sabemos que no puede contarse, porque las formas que lo suman son infinitas.
Hay quienes lo han buscado en un pájaro, que está hecho de pájaros; hay quienes lo han buscado en una palabra o en las letras de esa palabra; hay quienes lo han buscado, y lo buscan, en un libro anterior al árabe en que fue escrito, y aún a todas las cosas; hay quien lo busca en la sentencia Soy El Que Soy.”
La enumeración continúa con tres párrafos cortos pero prolijos. Sin embargo, revierte todo con las últimas dos frases del texto: “Nos elude de segundo en segundo. La sentencia del romano se gasta, las noches roen el mármol”.
En un esquema básico de contraposición semántica los atributos de Dios se oponen a los atributos de la creación (y del hombre): ¿por qué introducir al final el régimen del tiempo como máquina de desgaste y de corte? ¿Se ha prestado la suficiente atención a la apretada sintaxis del título? El detalle está en que lo que ocupa a Borges no es la diferencia entre el creador y lo creado, sino en la imposibilidad lógica del contacto entre ambos (es necesario tener en mente el segundo eje de repetición en el título, el inicio y al final del relato).
En cuanto a la contraposición entre lo diáfano y lo opaco, suena a una imposibilidad de contacto, a menos que ambos términos impliquen algo más que una simple adjetivación física. La clave reside en contrastar lo que está más allá del tiempo o fuera de él (haciendo que ambas locuciones sean vanas) con el propio concepto de tiempo. Lo mismo sucede si se contrapone el lugar exento de espacio con el lugar que sí posee una dimensión espacial.
Según el texto, Dios está fuera de toda proporción en comparación con lo creado, pero también, la creación está fuera de toda proporción en comparación con Dios. Al seguir las reglas del juego, Borges va más allá que Santo Tomás al vislumbrar no una inconsistencia en los atributos absolutos, sino una paradoja que se revierte: no es que el hombre sólo pueda aprehender lo que Dios no sería, sino que, y aquí Borges es sumamente osado, Dios sólo puede aprehender lo que el hombre no es. Magnífica exploración de un hijo del cristianismo.