Durante más de cinco años, siempre hallé espacios en mis clases que impartía para leer a los estudiantes algún poema o cuento. Fuera clase de filosofía, de psicología o de comunicación, con su apretada carga de temas cada una, prefería dejar de lado algún contenido para centrarme en la lectura literaria. Con el paso de los años uno sabe el impacto asegurado de ciertos clásicos para los jóvenes lectores por su forma y temática: Hemingway, Kafka, Arreola… Joyce.
Había un cuento en especial que me servía para romper la distracción de tanto adolescente o joven con su compañero o celular: «Un encuentro», del magnífico escritor irlandés James Joyce. Para quien recuerde el texto, sabrá de antemano que el relato de Joyce concentra una amalgama de tópicos propios del abandono de la niñez y el inicio de la adolescencia. No es de extrañar que sea el segundo texto dentro de su libro Dublineses, cuya estructura se eslabona, relato a relato, a partir del prolongado y muchas veces doloroso “dejar de ser niño”.
La secuencia durante esas clases siempre era la misma: —¿Quién me puede decir qué fue lo perturbador de este texto? —Las respuestas variaban, aunque rara vez (por no decir nunca) algún estudiante daba con la clave del relato. Luego de un silencio cuya función siempre era transmitir que se esforzaban pensando en el susodicho sentido del cuento, los interrumpía y los espetaba a mirar con mucho cuidado. Por supuesto, maliciosamente yo me esforzaba por hacerles notar que lo que no podían ver estaba frente a sus ojos, que el ejercicio verdadero de esa clase realmente consistía en ver lo que no se dice, en detectar las señales de lo no evidente.
Esa misma es la posición de Joyce como inteligencia creativa dentro del narrador. Nos invita a ver atenta y maliciosamente. En resumen, «Un encuentro» relata los acontecimientos alrededor del narrador-personaje (un niño que aún juega a los indios y vaqueros) que decide irse de pinta con dos de sus compañeros de escuela. Ante la falta de uno de estos (el único amigo en realidad del narrador) los dos chicos restantes realizan su paseo faltando a clases. Durante el mismo, el horizonte del protagonista se abre y aquel conocimiento escolar se convierte, en las calles de Dublín, en algo tangible y aplicable a su realidad inmediata. En una última parada antes de volver para no ser atrapados, descansan en un talud cercano a un terreno baldío en el que son abordados por un hombre entrado en años. El núcleo del relato descansa allí, al lector le son dadas las señales de un hombre mayor que está solo con un par de niños: poco a poco su habla se vuelve afectuosa, su discurso se vuelve incoherente y su mirada se torna pesada.
—¿No lo ven? Se masturbó cuando se alejó por un instante de los niños. Cuando regresa con nuestro protagonista su conducta empieza a ser mucho más envolvente. —La gracia del cuento estriba en este terreno implícito que lo vuelve mucho más efectivo y contundente para marcar su intención, dado que, como lector, uno no sabe qué esperar del texto.
Las caras de los estudiantes usualmente se dividían en dos grupos: los afectados por el asco del hecho y los que eran presa de una genuina introspección. En todo caso, el impacto de Joyce era contundente cuando podía traducirlo a los estudiantes: lo terrible pasó frente a ti y no lo viste. Como todos hemos experimentado lo terrible tácito del mundo, al final volteaban sobre sus propias experiencias. Sea por la violencia del descubrimiento de lo sexual o por el sentimiento de falencia que siempre acompaña en la niñez, vivido de manera directa o por analogía con otros eventos que hayan sufrido, los estudiantes (luego de esa clase sobre Joyce) llegaban con ansias de conocer, de poder ver. Tal vez para que algo así no se les volviese a escapar. Al final, ese es el golpe más fuerte de la niñez a través de los años: eso que tanto me afectó de niño o niña, siempre estuvo ahí frente a mis ojos. Y no es otro, estimado lector, el golpe de la adultez o la vejez.