Pasó como cada semana rumbo al bosque. A lo lejos, desde la puerta de su casa, la observaba. Su fragancia a manzanas maduras le llegó a la nariz. Su paso apresurado, quizá de temor a ser descubierta, de saber que él pudiera estar ahí, la hizo pasar indiferente pero temerosa; distraída pero atenta. Él tembló. Su aroma le hizo imaginarla entre las manos, recordar su piel dulce y suave.
Caminaba con su falda larga y negra, que se acomodaba al compás de su andar erguido, con los pezones duros y las manos sosteniendo una canasta de mimbre en la cabeza.
No supo que él estaba ahí.
Él la oyó respirar agitadamente. Su cabello largo y piel morena, con esencia a manzanas maduras, hacían que él brillara que el corazón se le saltara. La recordara, la deseara.
Ella pasó como cada semana a lo lejos con ojos tenaces, de sombra y la canasta llena de fruta madura. Con el rabillo del ojo lo vio pero no quiso darse cuenta.
Él la escuchó pasar. La vio venir sin saber qué hacer, despertándole el ansia de la lujuria más íntima. Se quedó atrapado en aquellos ojos canela que le ponen cadenas a los que se fijan en ellos. Ojos que se le meten en el corazón a cualquiera que los ve.
Una iguana verde se atravesó en su camino. Ella se sobresaltó y sostuvo la respiración. Él, desde lejos, se exaltó con ella y dirigió la mirada hacia la copa del árbol cargado de iguanas. El pelo negro flotaba en el aire por el camino de tierra que llevaba al bosque. Ella arreció su andar callado. Él apretó el estómago, aguantó la respiración.