Cuando nos enfrentamos a los hechos más cotidianos de la vida, y me temo que a los más extraordinarios también, tenemos la nefasta costumbre de ofrecerles una única lectura. Esta costumbre en parte se debe a nuestro estilo de vida donde el saldo, las cuentas o los recibos son las entidades inamovibles de una modernidad estresada, ansiosa y deprimida.
El corte de caja que hacemos día con día, o quincena a quincena, pocas veces se presta a los matices: o alcanza o no alcanza. Así pues, esta lógica simplista contamina todo lo demás. Sería pretencioso (y fuera de lugar) invocar las potestades de filósofos y sociólogos para zanjar la cuestión que tengo entre manos.
Lo que sí me parece claro es cómo la literatura exige un principio contrario a esta lógica: de entre la cuentística de Heinrich Böll recuerdo haber leído como verdadero amateur el cuento Aquellos días en Odessa. El sucio (en más de un sentido) régimen militar nos muestra la vivencia de tres jóvenes militares que deciden salir de noche; al entrar a una taberna (no sin antes ser objeto de burlas y mofas de los soldados mayores) entienden que ocupan un espacio que no les estaba destinado. A un día de la batalla de Crimea (a la cual irían como soldados), deciden vender sus pocas pertenencias dentro y gastar todo su dinero: compran carne, aguardiente, pasteles y, cómo no, cerveza. A pesar de haber bebido lo suficiente como para derrotar a alguno que otro campeón de las barras, ninguno se pone borracho. Al día siguiente, el cuento termina así:
«El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca…».
Yo había leído el final a partir de una clave llena de patetismo: una especie de blidungsroman constreñida magistralmente al cuento, la juventud frente a la muerte, el descubrimiento y lo nuevo frente al descubrimiento definitivo y lo eterno, la apertura frente al cierre.
Por una simple casualidad retomé una de mis libretas de estudiante, me detuve en una página en blanco con el título del cuento de Böll, cuya única anotación decía: “¿En qué sentido no volverían nunca, nunca? Releer”. Y eso hice. Más allá de enfrentar lecturas, me parece más productivo sobreponerlas. Es decir, ¿no se trataba, precisamente, de un punto de inflexión para los soldados esa última noche en Odessa? ¿Es que no murieron como jovencitos, y por lo tanto, sea cual sea el desenlace de su participación en la guerra, no volverán nunca a ser los que fueron?
En ese sentido, el final abrupto es más que eso, y técnicamente es un perfecto uso de la maestría literaria de Böll; en otras palabras, no es necesario conocer más, el doble nunca del final es, al mismo tiempo, la vida en sus revoluciones impulsada hacia adelante y el muro final de la inmovilidad. La posición del narrador nos da la clave final: morimos y hemos de morir muchas veces en el transcurrir de los acontecimientos. Pero esa reelaboración narrativa es la clave. Este relato es, en sí mismo, una relectura de los hechos. Vivir no basta, siempre hay que regresar sobre nuestros pasos.