La tímida, impaciente y curiosa vida del hombre antiguo. ¿Quién no ha hurgado el complejo laberinto del espejo? ¿Quién de entre nosotros, no ha perdido el rostro y la memoria?
Divagando en las arenas del segundero, entre sus insípidas e inexactas agujas, con su filo en extrema delgadez, ¿quién si alguno existe? No ha tropezado en el cercano arrebato de los cuerpos. Mordiéndose desde dentro aquellos pedazos propios, aquellas bocas de labios moribundos, aquel tumulto.
Auspiciosa incertidumbre, necesaria y plagada de tiempo ciego. ¿Quién de nosotros medita tu quietud?
¿Quién no ha hurgado el complejo laberinto del espejo?
La silueta transitoria de los cuerpos, que viven y mueren, como el polvo del aire respirado, que al huir desfallece en extintas cenizas intocables.
Anhelo la faz del sueño inquieto, el rostro hecho pedazos, hecho de miles de pedazos, convenciendo a la inagotable obra de sus sucesivas y desequilibradas partes. Como un fragmento, que por estar tan solo, se ha multiplicado incontables veces, se ha hecho y deshecho en sucesivas oportunidades.
Así todos hemos visto el ojo que brilla de impaciencia, detrás de los cristales, la vista de miles de pedazos imperfectos.
¿Quién de entre nosotros medita sus intocables retazos?
Por detrás del telón cristalino, de los vidrios que se espejan, en la sugestión eterna del antiguo pensamiento. El ensimismado capricho de la curiosidad te tropieza.
¿Quién si alguno existe? ¿Quién de entre nosotros? No ha murmurado la tímida voz, del temblor del labio y de la lengua ardiente, en la garganta y detrás de ella, debajo del vacío que existe dentro de cada cuerpo insatisfecho, en la tumultuosa oscuridad. ¿Quién si alguno existe? No ha petrificado la carne y la idea muerta, la carne congelada y las ideas desmayadas.
Con todo este y aquello, flor que nace en el verde y fresco musgo, arrancada de los suelos fértiles, sacudida en el veloz aire de los vientos que te roban, flor del perfume vivo, más allá de tus pétalos carnosos en futura muerte, al haber sido cuajados y derramados en la húmeda tierra que de vida te traga. Aún así flor del perfume… que vive por entre esos aires violentos.
¿Qué pretende tu arrebato? Picaflores y luciérnagas se emboban con tus dones, las he visto animosas y andarines, prendidas de luces nocturnas, arrimadas a las dulces y negras cortezas de árboles viejos, desprevenidas y alegres como antiguas hadas y otras tantas criaturas silvestres y aladas.
Si perteneciera al cuerpo, lo que el alma en rastrojos deja, como pequeñas migajas de polen, afirmaría aquello que solo intuyo. El arte se ha plagado de intuición, la vida insatisfecha, se arrodilla ante la tierra muerta, y abanica con sus dedos los impalpables rastrojos del alma. Aún subsiste el cuerpo un tanto enfermo, avanzando sus pedazos en muarés inmóviles, se estriñen sus partes de miel y sangre. Erial de todo esto y aquello.
Trazumando las sórdidas cortinas, de lo que uno un tanto ingenuo ve, debería arrinconar sobre paredes blancas, al promiscuo azar. Y tomarlo por sus dados, y blandiendo en el tiempo su caída, elegir las caras y formar sus pedazos.
Así vería al FAUNO desprendiéndose del suelo negro, que tantas veces pise, se acercaría ante mí, <y al fin notando su presencia> él tomaría mis hombros de frente, y yo vería la faz de la criatura extinta, su aliento ronco saldría tenue y sigiloso por entre su cuerpo envejecido, y su voz soñaría ante mis atentos oídos, con la voz antigua del mundo, y relataría sobre aquella luz que existe al salir de la caverna helada y somnolienta. Así hasta que el tiempo, recurra a su dócil velocidad. Y los rastros del azar descubrirían mi engaño y movimiento.