No son nuevos los conjuntos de poemas que se ensamblan y jerarquizan en una trayectoria definida y que, no obstante, mantienen su carácter libre y errante. Pienso en Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud y en las Soledades de Góngora como ejemplos predilectos de esta dinámica. Hay muchos más, pero diré algo: no es común que estos poemas traten sobre el amor. En la Divina Comedia, el peso del cristianismo elimina el elemento errante de cualquier ecuación amorosa (pregúntenle, si no, a Paolo y Francesca). Y es precisamente eso lo que más me ha gustado del libro de Ana Blandiana, Variaciones sobre un tema dado: cuando se trata del amor, explícita o tácitamente, existe una fijación por la constancia, la identidad y la obsesión por la permanencia, en oposición directa a sus valores negativos.
Proust es un ejemplo, en la novela, de cómo ambos polos conviven en una narración exquisita donde, a cada página, uno halla una rosa (como diría Gamoneda: “indecisa entre el perfume y la muerte”). Blandiana, por su parte, construye en menos de 60 páginas un personaje tan entrañable como la Albertine de los libros segundo y quinto de En busca del tiempo perdido. Si bien la progresión de los poemas establece de entrada un marco de inmovilidad (el sujeto lírico no deja duda de que el ser amado ha partido), es precisamente ahí donde la sensibilidad y las palabras afinan, poco a poco, la internalización de una de las experiencias límite que más nos pueden resultar ajenas: la muerte del otro.
Variaciones sobre un tema dado comienza con un tono casi cotidiano. Es la parte del libro que menos me gusta, pero que cobra sentido conforme avanza. En esa primera sección, cercana al lirismo cursi, los recursos poéticos insisten en la presencia del ser amado a pesar de la muerte, estableciendo una suerte de restauración de lo cotidiano y configurando, a través del apóstrofe, un enunciatario ausente o perdido.
Es a partir de la segunda mitad del libro donde he sentido los golpes de la poesía de Blandiana:
Pues con la muerte empieza todo.
Pero no sabemos qué.
Y preferimos confundir
El misterio con la nada.
Solo cuando ser querido,
Quizá una gran parte de ti,
Cruza la línea de separación,
Todo se ilumina
En lo que dura un rayo,
Y ves lo largo que es el camino
Que empieza justo allí.
Es tan largo
Que no ves adónde te lleva
Pero tampoco importa,
Solo importa que empieza de nuevo.
A partir de este poema, la voz poética adquiere una creciente vacilación y una crudeza de mirada que, aun así, salvaguarda los momentos más conmovedores del libro. En un paralelismo casi anticristiano, el amado perdido se convierte para el sujeto lírico en “Mi Muy Cristalino Señor”, una presencia cuyo silencio se vuelve cada vez más insoportable. Pero es justo en ese vacío donde la voz ensaya sus expresiones más finas, sus dardos más agudos y envenenados, como cuando, en un momento de lucidez, se afirma:
«Simplemente las preguntas
Solo nacen
Cuando ya no existe quien las conteste”.
Hacia el final del libro, se percibe una conciencia dolorida y desgastada que se atreve a nuevos planteamientos, como si cada día implicara nuevas ausencias y nuevas presencias. Las variaciones del título son las variaciones del tiempo, que es inexorable incluso después de la muerte. Lo maravilloso del libro de Blandiana es cómo la complejidad de la vida se trasvasa en una complejidad con la que cualquiera puede conectar: vivimos y morimos con los muertos, pero irremediablemente sin ellos, sin sus palabras.