He leído dos veces Moby Dick. En la primera ocasión, estaba fascinado por el bardo de Stratford-upon-Avon y no podía ver nada más allá de la influencia de Edgar y Lear. En la segunda lectura (hace dos años, a lo sumo), los ecos de la novela de Melville dejaron su esfera puramente literaria y estética para atender otros registros. El viejo edicto de que solo se ha leído lo releído tiene su cuota de verdad, acaso porque uno, como lector, puede palpar sus propios desvíos, sus afinidades alteradas y su deseducación sentimental. Los detalles sobre la pesca, las vicisitudes de la tripulación del Pequod, y las minucias sobre el aceite de ballena me tuvieron mucho más en vilo en esa segunda lectura.
Desaprender es vital, ahora más que nunca. Desaprender, por ejemplo, la scala naturae que pone al humano en la cumbre de la pirámide. Pero no en un registro racional, sino realmente vivirlo, y en este caso, escribirlo. Eso logra Isabel Zapata en Una ballena es un país, poemario de 2019 que toma como eje rector lo no humano. En términos simples, es un poemario sobre los animales, sobre la otredad y sobre las relaciones interespecie. Especialmente, es un poemario que evita regresar a la temática del animal en función del humano, ya sea desde lo simbólico o desde la llana utilidad del primero para con el segundo. El centro aquí radica en desplazar la voz autorreferencial del ser humano en una búsqueda indefinida.
Decir que se trata de un libro hijo de su tiempo es más un elogio que una condescendencia. Llámese ecoliteratura o como se prefiera, es una escritura capaz de mirar lo negado a ultranza, por no decir lo reprimido: la crisis ambiental del sistema Tierra es la otra plusvalía del capital. Ahora bien, técnicamente, Una ballena es un país logra elevar lo mejor de una larga tradición que borra los límites entre el poema y el ensayo. Esto es evidente en textos como “Elogio de lo minúsculo”, “Espermaceti”, “La creación del rinoceronte” o “Miembro fantasma”, por mencionar solo algunos. He aquí una muestra del primero:
En la humedad de líquenes y helechos
habitan osos de agua tan pequeños
que escapan a la vista:
pandas transparentes de ocho patas,
invertebrados de paso lento
que apenas se desplazan por el mundo.
Cuando el agua se termina, la vida
se desprende de ellos y quedan
en un estado de animación suspendida
que dura hasta que regresa la humedad.
Luego vuelven a moverse y parece
que nunca hubieran estado quietos.
[…]
La bióloga italiana Tina Franeschi
rehidrató unos tardígrados que encontró
en la muestra de musgo de un museo
que llevaba seca ciento veinte años.
A los doce días, uno revivió.
[…]
Lo minúsculo siempre se resiste.
Suenan a ficción las cosas pequeñas.
Pero piénsalo bien: no es extraño
que un oso de agua sea indestructible.
En el prólogo del libro, la autora afirma que “no es necesario convertirnos en dueños de lo que amamos”. Eso es el desaprender que menciono al inicio de esta nota. Una aspiración minúscula que, no obstante, siempre está ahí, resistiendo a la lógica contraria que convierte casi en una necesidad fatídica lo dicho por Wilde: “Y sin embargo, sepan todos, cada hombre mata lo que ama”. Pues, en esa fórmula de amor, están todos: incluso él mismo.