No cura el tiempo. El tiempo verifica.
Cuando llame
abrir pronto,
que se instale en la cocina a calentar hierros y aceite, prestarle las tijeras, la piedra de amolar. Luego, en el patio, en medio del círculo aterrado de niños y vendedores ambulantes, aullar a cada gota ardiendo, convulsionarse bellamente bajo cada sabia incisión hecha pour voir
y al fin dar las gracias -no cuesta- por el certificado (válido hasta mañana):
que aún vive, que aún le vuelve la saña;
hay tejidos chirriantes; otros, aunque cedizos, responden todavía.
De entre las poliédricas posturas que la muerte suscita en nosotros, me encanta la que muestra Gerardo Deniz en este poema. La voz popular se muestra no solo incompetente sino, como los peores poetas, únicamente en la esfera de la retórica: “el tiempo lo cura todo”. Esta llaga, estos estigmas (que animan tanto el lugar común) y estas aberturas dérmicas son invitadas a lo anodino del día a día, “que se instale en la cocina a calentar hierros y aceite, prestarle las tijeras, la piedra de amolar”; incluso ante la directa invitación a la reconstrucción de una línea, a trazar sobre la herida como un infante que debe alzar su afilado lápiz en el cuaderno de ejercicios siguiendo la marca, el amor, el dolor y, en fin, el yo que muere cada día. Me recuerda al fenómeno de cortarse de tantos y tantos adolescentes, han de verificar su amor y dolor unidos en la libreta de su piel, que un maestro del amor y dolor les ha impuesto; el poema lo dicta tal cual “cada sabía incisión hecha pour voir”.
En todo caso, volvamos al poema de Deniz. La inquisición no dista tanto de la incisión, no tanto por una oscura etimología sino por el aparato de repetición puesto al servicio del poema. Lo que se busca es un certificado de sentido “válido hasta mañana” como dice el poema, provisionalmente hasta la irrupción de la voz misma del Tiempo. El verso magnífico de la piel trabajada por el tiempo es ya una avanzada por el centro dramático en que se muestra esta representación “hay tejidos chirriantes; otros, aunque cedizos, responden todavía”. El Yo es un todavía cercado por los muros de un límite verbal, expresivo: materia poética, en todo caso.
El yo y la muerte tienen una extraña relación, el tiempo nos verifica quiere decirnos Deniz, y es precisamente la elección de este verbo lo que resalta todo el poder, como si se tratase de una fecunda concepción de la muerte. Hace constar cuando disuelve, o mejor dicho, la disolución es su constatación, ya sea el amor pasajero de nuestros veranos juveniles, nuestras más profundas convicciones o nuestra esencia misma en el parapeto de esta obra que es farsa y antifarsa.
(Me agradecen que aquello pasó
-aquello que dolía por las tardes bajo mi filo perpetuo
disfrazado de esquina, de fecha, de cáscara-,
sin saber que ahora es signo de miasis en progreso; no asunto nuestro ya.
Huyendo de mis pruebas dio a la muerte una parte
y me llaman -otra vez- curalotodo. Yo no curo. Ni mato. Yo sólo
verifico).