La mejor novela que he leído en los últimos años se llama «Claus y Lucas» de la escritora húngara Agota Kristof. La recomendación se la debo a mi esposa a quien veía maravillada tras cada página leída. Tras leer unas escasas páginas entendí el por qué de esos ojos embotados, los cuales me indicaban que, aunque estuviera a centímetros de mí, con ese libro en sus manos realmente estaba en otro mundo. Personalmente, no encuentro otra forma de mayor elogio para un libro: que cada oración sea casi un milagro maldito, donde cada página te salva de la misma manera en que te condena.
Técnicamente, Claus y Lucas es la primera parte de una trilogía que incluye a La prueba y a La tercera mentira como su segunda y tercera parte. Yo las leí en la versión unificada de la editorial Libros del Asteroide, de modo que cuando digo que la mejor novela que he leído en años, hago referencia a las tres partes unificadas bajo el título Claus y Lucas. Y es con este detalle en mente que me gustaría comentar lo más maravilloso que, me parece, contiene la novela.
Voy a dejar de lado la forma narrativa específica de cada parte para recalcar cómo esta novela es un heredero directo del opus magnum de Cervantes. Nuestra piedra filosofal (El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, obviamente) debe gran parte de su fama mundial al hecho de desplegar una ambigüedad ubicua para el ser humano: la vecindad entre la ficción y la vida. Toda la novela de Kristof parte de este pliegue elemental: el binomio ficción/realidad se diluye en una síntesis que no alivia la contradicción inherente a ambos conceptos. En ese sentido es una obra de arte que rescata la condena, la de los personajes (no hay uno que se salve) y la de nosotros los lectores.
Kristof dispone su novela para que el inicio ya quede disfrazado de antemano. Se nos plantea una narración en primera persona que resulta familiar para el lector, pero a la vez, es engañosa. Sí, es la primera persona típica de toda la vida, pero es la primera persona del plural. “Nous arrivons de la Grande Ville. Nous avons voyagé toute la nuit” dicen las primeras dos oraciones del libro en su idioma original. El lector no sospechará sino hasta el inicio de “La prueba” que estuvo leyendo algo que, dentro de la propia trama, es mínimamente sospechoso de ser ficticio. A su vez, todo se descoloca en la tercera y última parte; allí, la primera parte regresa al estatuto de que lo leído realmente pasó (aunque quizá con matices, sospecha el lector) y es la segunda la que se descoloca como ficticia.
El detalle genial de Kristof es poner la alerta desde los títulos mismos. Ya situados en La tercera mentira el lector debe recomponer la historia con un suspenso incesante: ¿por qué llamar a esta parte, que aclara el rompecabezas entre los hermanos Claus y Lucas, “La tercera mentira”? ¿Estamos, entonces, leyendo en la primera parte de la novela, las fabulaciones de Claus, en un juego que se autoincluye a sí mismo? ¿No genera la novela, de manera integral, esta autoconciencia de ser ficción, que no obstante dice la verdad? Es entonces que el golpe salta del libro hacia el lector: toda memoria recompone la historia, somos el reflejo de los pensamientos, anhelos y deseos de los otros respecto de nosotros; es decir, un reflejo del reflejo.
Con Cervantes este juego de espejos también se extiende como una revisión constante de lo realizado: el contraste de los acontecimientos y nuestra relación con ellos. El detalle es que los acontecimientos pueden ser nuestras ficciones, lo que nos contamos a nosotros mismos para soportar el mundo. Sancho y Quijote se relacionan (más en la segunda parte) con la fantasía de ellos mismos que tuvieron en la primera parte de la novela. Con Kristof esta estrategia posee un redoble más con el hecho de que a lo largo de la historia los nombres (para nuestra perspectiva como lectores) se van intercambiando uno en el otro: Claus es Lucas, hay dos Claus, pero uno con la letra K., Lucas muere con el nombre de su hermano, etcétera.
La mentira lo estructura todo. Ironía magnífica de la literatura que intercambia su nombre con el de la vida: lo que rige todo es lo que no es, pero insiste. El arte siempre ha virado el giro de la ontología clásica: lo que insiste por encima del ser. Borges ya nos dejó en claro que el falseo (falsable) de lo falso te hace consciente de la falta o inexistencia del original. Claus y Lucas no es sólo la desoladora vida de un par de niños en medio de la guerra, la tragedia familiar, el desamparo, nuestra defensas psíquicas ante el dolor y nuestra precaria reconciliación con nosotros mismos, es ante todo una novela en el estado más elevado del arte. Porque sí: hay libros más tristes que la más triste de todas las vidas. Hay que saber leerlos. Están aquí y estructuran lo que somos.
Una última imagen persiste en mi mente: la literatura se suicida y pide que en su tumba pongan el nombre de la vida.