Siempre tuve una relación distante con los saberes históricos. El lector adolescente que fui (tal vez el lector más voraz que he sido) siempre huyó de los libros de Historia. A día de hoy, uno de los puntos más flacos de mi formación (entre muchos otros) es la lectura de las así llamadas novelas históricas: preferí adentrarme en José Trigo (novela cuya mirada se centra en el movimiento ferrocarrilero de fines de los años cincuenta, la Revolución y la Guerra Cristera), simplemente por la veta popular en su manejo del lenguaje, que en las recovecos donde acechan las figuras imponentes de Carlota y Maximiliano en Noticias del Imperio (cuyo centro evidente es la breve agonía del Segundo Imperio Mexicano). Aunque ambas son catalogadas como novelas históricas (del escritor mexicano Fernando del Paso) sólo soporté la lectura de la primera por el uso del lenguaje ahí desplegado.
Ese mismo criterio guió mis lecturas de poesía. A ello hay que sumarle en qué medida mis conocimientos históricos más básicos eran una nube difusa (y en gran medida lo siguen siendo). Pound me cambió el tablero de juego: fui como un ave a chupar de las uvas de Zeuxis, pero, en lugar de desilusión, igual quedé prendado de aquel racimo y con una consciencia que no creo abandonar. Si la Historia no me interesaba, ‘il migliore fabbro’ me la vendería como historia literaria (de mayor interés para mí de entrada), con el fin de reconectar con el más viejo lugar común sobre la Historia en tanto disciplina: sólo a través de ella puedes comprender cabalmente tu presente.
El detalle está en que dicha reconexión, en los Cantos de Pound, se sirve de un instante para empalmar los tiempos; dicho de otra manera, Pound tiene la maravillosa cualidad de ofrecer a su lector ojos nuevos con los que mirar la realidad. El trabajo último del lector está en descubrir (en trabajar y pulir) la naturaleza de esos nuevos ojos.
Propongo un salto para ilustrar esto. La inflexión decolonial parte de una premisa: el abismo está en la superficie. El abismo de la Colonialidad está en la superficie de la Modernidad como tal. Al igual que en Pound, se trata de una mirada específica. Más que un cambio de perspectiva, es ver el pasado en el presente: plegado el uno sobre el otro. La herencia colonial en Latinoamérica es vasta, en su doble ascendencia de bendición y maldición, de memoria y olvido. Piénsese en cómo nuestras narrativas sociales todavía parten del mito del Progreso. Los pliegues que nos constituyen son recónditos como lo son nuestras heridas más profundas. Si la doble faz de la Modernidad es la Colonialidad, el doble envés de esto resulta ser nuestra situación marcada por la violencia, tan genérica como excepcional, del narco-estado en el que vivimos.
La victoria de la Modernidad capitalista, en su rostro más burdo, está en la red (verdadero sistema de pliegue sobre pliegue sobre pliegue) del narcotráfico. Ahora bien, para ser más precisos, hemos de desplazar dicho concepto por el de crimen organizado. En dicho mundo todo es competencia, todo es feroz y, por lo tanto, todo debe ser funcional junto a un despliegue de fuerza, ser su propia propaganda, ser ganancia o futura ganancia (que será a su vez irremediable pérdida); sin otra visión que no sea lo instantáneo, todo es absorbido por una perversa ética utilitaria. Véase la alerta de Roberto Saviano sobre cómo la aceleración del capital a través de la droga excede cualquier otro tipo de inversión. Analistas, periodistas y economistas no cesan de prender las alarmas sobre algo bien sabido: el dinero del narco está ya imbuido en las mercancías más básicas y llega hasta las redes de transporte, comunicación y sistemas bancarios.
¿A la poesía le concierne esta realidad? Evidentemente, puesto que, consciente o no, con ella desarrolla su quehacer. Por ejemplo, en las vanguardias los tropos alrededor del eje de la Velocidad o la Violencia (por mencionar algunos ejemplos) son partes inherentes a la poética de cada autor. Además, al lector en poesía esta relación entre los primeros atisbos del pensamiento decolonial (el armazón entre pensadores tan variados como Enrique Dussel, Aimé Cesaire, Frantz Fanon, Paulo Freire o ¡Thomas Merton!, etcétera) le traerá unos nombres específicos de la poesía latinoamericana. Me parece evidente el potencial de una poesía cuyo horizonte tenga, como destino o como legado, la exterioridad (¿lo otro?) de la Modernidad.
Baste recordar a Ernesto Cardenal y a José Coronel Urtecho y su Antología de la poesía norteamericana, de cuyo prólogo se obtiene un panorama conciso y puntual de la mejor poesía hecha en Estados Unidos. En ese prólogo Cardenal dice algo que aquí pretendo seguir: “Existe en Nuestra América una poesía que no se puede saber en qué lugar del mundo ha sido escrita, y que yo he comparado a los hoteles Hilton, que son el mismo en Caracas, en el Cairo o en Atenas”. Como sugerí en la entrada anterior de este texto, para este panorama actual busco atender el mapa y el territorio. Que el lector interprete la yuxtaposición de poetas, porque de cualquier forma la yuxtaposición está en la realidad misma.
Es ese el ejercicio que me interesa remarcar en este panorama que propongo. Mi criterio pretende insistir en la importancia de un territorio compartido, aunque sea abordado desde posturas disímiles y poéticas heterogéneas. Por eso empiezo en el norte de los Estados Unidos con Tracy K. Smith, a partir de sus poemarios Life on Mars y Wade in the water. De ahí bajaré (peldaño a peldaño) en mi selección hacia poetas representativos del norte de México. La posibilidad (política, social, económica, histórica y poética) de otra construcción de mundo ya está aquí. Es este caos.