Mi primera mascota fue una hermosa French Poodle que llamé Blisy bajo una contracción algo arbitraria del sustantivo inglés «blaze» con los sonidos de la palabra «breeze», ya que era una cachorrita de pelaje blanco con una mirada abrasadora.
A día de hoy Blisy ha perdido la vista, pero no ese candor irremplazable en su mirada. La recordé con un nudo en la garganta (Blisy ya no vive conmigo, sino con mi madre) durante el hermoso documental Heart of a dog de la polifacética Laurie Anderson. No miento cuando confieso que el nivel de patetismo personal quedó atenuado ante la maravillosa perspectiva de una artista sobre su mascota.
Heart of a dog es una visión total de los latidos profundos del amor entre los seres, especialmente de aquellos englobados en el desgastado concepto de familia. La cantautora (dibujante, poeta, violinista y artista experimental) estadounidense se lanza sobre su experiencia alrededor de su relación con su perra Lolabelle, especialmente desde su últimos días y el posterior duelo.
A pesar de estar calificado como documental, el metraje es una pieza experimental que te ofrece todo: una lírica inquietante ensamblada a imágenes disruptivas, un manejo preciso de los efectos sonoros acompañado de lo que parece un ensayo personal (que nada envidia de los grandes ensayistas contemporáneos), y cómo no, una narrativa precisa pero que sabe saltar para sorprender al espectador.
Sin embargo, en sus momentos más íntimos, Heart of a dog es una oración y una meditación; y digo meditación en términos de práctica oriental. Cuando ves el metraje, entre sus más de 70 minutos, sin darte cuenta, Laurie Anderson te ha hecho participar de una meditación budista con lo que, me parece, es un cuenco tibetano, cuando apenas unos escasos minutos antes pudo relacionar la mirada que nace de la indefensión en la naturaleza con la mirada de los neoyorkinos después del 11 de septiembre.
En el fondo, la autora explora su memoria y su cuerpo a través de Lolabelle, como si juntas viajaran hacia lo primordial del amor filial que toca, en últimas instancias, la aceptación de la muerte. El momento más alto en tesitura artística, creo yo, es cuando Anderson realiza un montaje preciso sobre la estancia de su recién fallecida mascota en la región (según la tradición tibetana) conocida como el Bardo, la cual es una zona de transición y de disgregación de la conciencia hacia los elementos primordiales del mundo. Lo único que puedo decir de esos momentos, es que el «loop» que se genera en esos minutos es un tipo de cine que se revela potente y eficaz.
Y es esto lo complicado al tratar de realizar una valoración artística, ya no digamos, siquiera reflexiva, sino mínimamente articulada luego de un recogimiento estético. El arte es más arte cuando tiene corazón, lo cual equivale a decir que el arte es más arte cuando está herido de muerte. Siempre recordaré ese momento del documental que dice: “Cuando Lolabelle envejeció, se quedó ciega. Ya no se movía, se congelaba en un mismo sitio. El único lugar en el cual corría era la playa, en la orilla de la playa. Porque sólo allí no había nada con lo cual chocar. Y así, ella corría, a toda velocidad, hacia la total oscuridad”.
Escribo esto con mi gatita Magy sentada a mi lado, la volteo a ver y me regresa la mirada. Cada día dedico unos minutos a verla a los ojos. La acaricio y le digo: Es ahora, porque todos, tarde o temprano, correremos hacia la total oscuridad.