Camina y sus pensamientos van de la casa al trabajo y de las pocas monedas en la bolsa a la preocupación ante la posibilidad de estar enfermo. Al menos eso dedujo al despertar en medio de un ataque de tos y la consecuente dificultad para recuperar el aliento.
¡Maldita madrugada!
Sus pasos le dirigen a la tienda de abarrotes, allá por las canchas. Necesita comprar café, cigarros y tal vez un poco de miel. Duda contar con la cantidad suficiente pero no es problema: siempre puede apelar a la comprensión de los propietarios. Después de todo, ellos le ofrecieron ayuda hace meses, cuando todo empezó. Son buenas personas, piensa para sí.
Apenas surgido el primer caso, la emergencia y el temor hicieron eco en el vecindario. El virus surgido al otro lado del planeta empezó a hacer mella en el país, en su ciudad, en la colonia. Se sorprendió cuando las calles empezaron a quedarse vacías y la presencia de otros seres humanos disminuyó como nunca antes.
Hubo un montón de restricciones y debía seguirlas al pie de la letra para no ser parte de la estadística nacional, pero el hambre no entiende de pandemias y los servicios públicos, claro está, se seguían y siguen cobrando.
Pocos días después de la naciente alerta recibió la noticia: la gerencia había determinado suspender la labor de las personas de su edad por ser población de riesgo. Hicieron lo correcto y lo sabe. No importa cuán joven se sienta y cuánta fortaleza intente demostrar cada día, su organismo debilitado por los años y el consumo de ciertas sustancias no podría resistir un ataque así. Por eso aceptó a regañadientes la despensa y los 200 pesos.
No pudo evitar las lágrimas al escuchar la última frase: “no sabemos cuándo podrán regresar”.
Debió comentarlo a los vecinos de las calles aledañas. Estaba dispuesto a barrer sus calles, lavar sus autos, limpiar sus jardines e incluso pasear a sus mascotas, el chiste era tener algo de ingreso para lo necesario. Entre quienes atendieron el llamado estaban el maestro solitario al final de la calle y la pareja propietaria de la tienda ubicada a tres cuadras de su casa, entre otros. Muy pocos a decir verdad.
No recibía mucho, entre 5 y 10 pesos por encargo, “mandado” o favor, pero eran bienvenidos… por supuesto.
***
Oscureció hace poco más de una hora y en la cancha de basquetbol hay aún adolescentes jugando y charlando. No es extraño, después de todo es el único espacio en el parque con suficiente luz.
Avanza despacio. Escucha los gritos y risas de un grupo en particular, el mayor no debe tener más de 11 años y la más pequeña unos seis o siete tal vez. Algunos le reconocen y le saludan levantando sus manos y sonriendo, también entre el grupo de nóveles deportistas hay quienes hacen lo propio, pero ellos le llaman por su nombre anteponiendo el “don”. Él sonríe y gesticula apenas y, cuando lo hace, se detiene un momento.
El rostro se desdibuja un poco mientras recuerda. Antes era más fácil. Antes, cuando tenía la fuerza y esa juventud, dice mientras observa a los jugadores celebrar una canasta, me podía comer al mundo cada día de una mordida, ya sabes, todos pasamos por lo mismo, pero pues nada es para siempre…suspira.
Reanuda la marcha y platica algunas de sus aventuras con las muchachas y sus amigos. Extraña las fiestas y en especial las cubitas. Su bebida favorita era el ron añejo porque antes era más rico, como los cigarros: yo solo fumaba “los de carita”.
Sale de la tienda con un poco más de cosas de las que esperaba comprar: dos panes de dulce y dos bolillos, una bolsita de café de grano, dos cajetillas de cigarros, tres plátanos, un poco de azúcar y casi medio kilo de frijoles. Solo pagó los cigarros y quedó a deber los 7 pesos del café. Lo demás se lo regalaron.
No había miel.
***
La joven en la caja registradora pregunta si puede empezar a marcar los artículos. El interlocutor acepta y mientras ella escanea los códigos de barras en el lector, él empieza a acomodar todo en una bolsa de esas verdes ecológicas que no lo son.
Es temprano y no hay gente esperando. El supermercado abre a las 8 de la mañana y desde la semana pasada ya cierra a las 8 de la noche.
En los días más difíciles por el coronavirus redujeron el horario y, entre otras medidas, impidieron a los adultos mayores continuar con su trabajo. Identificaron un enorme riesgo para ellos al embolsar los artículos de otros y por eso no volverán, al menos no hasta que el semáforo epidemiológico esté en verde.
Patricia recibe el pago y regresa unas cuantas monedas y dos billetes de 20 pesos al hombre. Le observa, le pregunta si conoce al señor, aunque sabe la respuesta. Los vio varias veces saludarse y despedirse con cierta familiaridad.
Ante la afirmativa, pregunta cómo está, si ha comido, si ya dejó de fumar y si se ha mantenido sobrio. Él responde sus cuestionamientos y acepta cuando ella le pide llevarle un paquete de galletas previamente sumados al total. La oferta es de dos de las de vainilla por 17 o 18 pesos, pero solo hay uno en la bolsa. Es lo único que puede hacer por él; en el corte de caja se localizará el faltante y lo descontarán de su salario. No importa.
Se sorprende cuando el hombre le regresa uno de los billetes de 20 pesos y le pide cobrarlos. Ella agradece el gesto y él adivina una sonrisa tras el enorme cubrebocas y la careta de plástico.
Hasta luego.
Durante el trayecto a casa separó algunas cosas en otra bolsa. Llega a su calle y avanza más allá para encontrar al vecino barriendo la banqueta.
Le manda saludos Patricia y también esto, dice después de saludarle.
Agradece el gesto de ambos, recuerda a su alumna y se despide cordialmente para ingresar a la vivienda. Coloca la bolsa sobre la mesa y acomoda el arroz, el frijol, los sobres de atole, el litro de leche, el café, un paquete de galletas de vainilla y un frasco de miel…