La oscuridad intenta, como cada noche, apropiarse la habitación. Otra vez ha vestido sus más oscurecidas galas para enfrentarse a los breves y continuos destellos de una lámpara callejera cuya fortaleza, pese al molesto parpadeo generado por años de servicio sin atención, siempre termina por vencerle.
Esta noche trajo refuerzos y la luz blanca se complementa con ocasionales tonalidades amarillentas, rojizas y hasta violáceas surgidas de incontable cantidad de adornos y motivos navideños en el vecindario: sobre los techos, en los ventanales, desde cornisas y en los marcos de las puertas, entre el enramado de los árboles en las banquetas e incluso en algunos autos, ahí están todas las artificialidades propias de esta época cada año.
Sí. Es diciembre y la Navidad acecha.
No sabe a ciencia cierta la razón, pero lo detesta. Quizá por causa de eso llamado “buenos y mejores deseos” propagados por todo mundo para celebrar, festejar o conmemorar la “nochebuena”. El supuesto nacimiento de quien –dicen-, dio la vida por nuestros pecados, aunque no hay un acuerdo generalizado en realidad.
La fecha es una decisión, no un milagro.
Rechazar la posibilidad de perdón y asirse a una esperanza no es una opción cuando no hay suficiente alimento, cuando el trabajo escasea, cuando a las batallas comunes se debe sumar la llegada del extraño enemigo cuya planta ha profanado todo y a todos en esta tierra tan rica, tan nuestra… tan saqueada por tanto hijo de la chingada.
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El “arbolito de Navidad” está dentro de la misma caja que le ha resguardado desde hace años, junto con algunos adornos y series multicolores. La mayoría de las esferas tienen la misma edad, al menos las rojas, verdes y plateadas. Las doradas son un poco más recientes. Las compró hace al menos un lustro, un poco más tal vez, durante un paseo por Michoacán. En la cabecera municipal de Tlalpujahua, para ser precisos.
También hay un “nacimiento” con todos los aditamentos necesarios para recordar la razón. Son figuras de barro y yeso coloreadas a mano con formas de personas en diferentes actividades y cuenta con gallinas, burros, vacas, patos, un puente, un pozo, un corral y una especie de papel brillante de colores azul y plata, ambos metalizados, para recrear el agua en el río bajo el puente, más allá del corral y el pozo a cuyo derredor permanecen fijos burros, vacas, gallinas y patos mientras las personas hacen algo y, sin saberlo, esperan a alguien.
La leyenda cuenta que más tarde esa noche llegarán tres reyes desde tierras muy muy lejanas para ofrecer a un bebé mirra, incienso y oro y adorarle porque es el hijo de Dios, el elegido…
En algún lugar hay también un CD con las 16 melodías más icónicas de la época. En realidad solo disfruta una, se llama “El niño del tambor”. Es la historia de un pequeño sin mayor recurso que su instrumento, con el que decide honrar al recién nacido: …yo quisiera poner a tus pies/algún presente que te agrade Señor/mas tú ya sabes que soy pobre también/y no poseo más que un viejo tambor/ropo-pom-pón, ropo-pom-pón, pón/en tu honor frente al portal tocaré/con mi tambor…
A estas alturas aún no define si colocar o no el pino artificial y todos los aditamentos, pero tararea la canción y se sienta en el sillón mientras los perros le ignoran tumbados al sol en el patio.
La historia cuenta la aprobación del bebé al gesto del pequeño tamborilero con una sonrisa y, mientras la escucha, no comprende la razón ni entiende por qué siempre debe terminar enjugando lágrimas. De cualquier forma no le preocupa, no hay quién le vea hacerlo…
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En los últimos meses ha habido terribles noticias relacionadas con el coronavirus.
El mal llegó por todos lados para arrebatar la vida de personas muy queridas y para quienes solo priva agradecimiento. Las razones son solo nuestras.
Amigos y amigas llaman, dan las malas nuevas, comparten dolor y llanto y tristeza y resulta frustrante no poder estar cerca para abrazarles como antes.
Llega la Navidad y los recuerdos se agolpan, son más fuertes; las voces se quiebran a distancia y se escuchan sollozos desde el corazón de uno hasta el alma del otro porque, como es sabido, compartimos demasiada vida.
—¿Sabes qué es lo que más me duele? No haber podido estar cerca y darle las gracias… ni siquiera pudimos despedirle…
Lo siento… lo siento mucho…
Twitter: @aldoalejandro