Mientras hacíamos la fila del almuerzo lo vi. Estaba cinco o seis puestos adelante. Lo que me llamó la atención fue su voz, un tanto aniñada, como femenina. Es difícil saber que es él cuando se le escucha hablar. Porque su voz y su cuerpo son dos entidades diferentes. Luego me fijé en sus manos, blancas, muy blancas, ágiles, manoteaban al ritmo de sus palabras. Desde mi posición se veían manos fuertes, firmes, laboriosas. Se sentó en las mesas del fondo, cerca de la salida. Lo rodeaba un séquito de tres o cuatro que le hablaban de cosas que le animaban. Su sonrisa fue algo que no esperaba. Algo forzada, apretada, como si los músculos del rostro estuvieran constantemente tensos, una sonrisa a destiempo. Me hice en la mesa de al lado y aunque no alcanzaba a verlo podía escuchar lo que decía. Fútbol, mujeres, porno, masturbación, sexo, drogas. Me quedé pensando por qué no lo había visto antes. Su piel es de un blanco que resplandece y no muchos son así acá. En tres meses que llevo si he conocido a diez personas, lo que se dice conocerlas, han sido mucho. Ninguna como él. Me pareció curioso que mientras almorzaban nadie mencionó su apellido. Le decían algo así como Chiqui o Rifle. Puede que en el primer polígono que tuvimos le haya ido muy bien. Apenas hice una diana. Estoy seguro de que para él disparar ese G3 no fue ningún problema. Es más alto que yo, lo cual no es nada difícil. El uniforme verde le queda ajustado, al parecer es una talla menos de lo que le sirve. Puede que lo haya intercambiado la primera semana. Debe conocer a los antiguos. El resto de la tarde fue orden cerrado. Aprendernos el Himno del Artillero. Por la noche, en el alojamiento, yo debía tomar turno de media noche. Él debe estar en el de seis a doce. Cuando regresé lo vi salir del baño. Una nueva sorpresa. Nunca había visto un cuerpo como salido de un molde, como tallado, como pulido. Se podían contar la cantidad de músculos en sus brazos y en el abdomen. Incluso se le marcaban varios de la espalda. Dejó caer la toalla y los que ahí estábamos contemplamos las nalgas más firmes de todo el contingente. Cuánta seguridad contenida en un cuerpo tan bien formado. Retó a varios a que se atrevieran a manosearlo. Sus manos contienen violencia. Saqué de la tula mi toalla y ropa interior. Me la jalé un poco porque nos dieron diez minutos de ducha. Mi cabeza me repetía una frase, un mantra, una letanía como si la hubiera aprendido en una garita o si la hubiera leído en el Himno de la Armada. Lo quiero para mí.
Cuando pasamos a ser los antiguos, reorganizaron la compañía. Quedé a dos catres del suyo. Descubrí sus rituales. Al levantarse y antes de dormir hacía cien de pecho. Maldito vanidoso, exhibía sus bíceps con descaro y le decía a su lanza que lo mirara, que si había visto algo como eso. El pobre famélico que lo acompañaba respondía moviendo la cabeza. Yo sería descarado, me acercaría y le diría que no me amenace, que más bien me dejara tocar cada uno de esos músculos. Seguro se intimidaría y me daría golpes hasta dejarme privado. Sus piernas no me gustaron. Flacas, algo secas, como pilares muy delgados para una estructura monumental.
Abrazaba al lanza y le preguntaba con cuántas se había acostado. No esperaba respuesta alguna y decía que él se había comido a veinte. Seguro la mitad de esos nombres son inventados. Imposible intimidar con esa voz fementida. Seguro aprendió esa lección y por eso trabajó su cuerpo hasta convertirlo en un exabrupto muscular. Si grita no le escuchan. Si golpea, seguro lo respetan. Antes de alistarme para el turno de las seis, sentado, en mi catre, guardo la agenda para tomar apuntes. Debo elegir muy bien mis palabras. Ya lo he decidido. Lo quiero para mí.