Como los ángeles, me visitaste en un sueño del que desperté riendo por lo que decías, cambiando “equivocaba” por “equivocalva” en aquella vieja canción titulada “La paloma”. Poco antes del siguiente mediodía cumplí 65 años. Y veinticuatro horas más tarde me llamó Ana Luisa para decirme que ya estabas descansando en paz. De algún modo estábamos prevenidos por tu reciente hospitalización, de la que saliste en mejores condiciones que como ingresaste; ya conocíamos lo delicado de tu estado. Ahora sé que viniste a despedirte.
Ese día, mis hermanos decidieron cremarte y cenar juntos, como nos enseñaste a celebrar la nochebuena y la navidad. Esa tradición se quedará entre nosotros mientras vivamos y tal vez entre algunos de nuestros hijos. Y así nos acompañarás, como cada temporada decembrina, compartiendo lo mejor de seguir en este mundo.
Los que vivimos fuera de Ciudad Obregón viajábamos para reunirnos con el resto de la familia, sabiendo al menos yo que la diferencia de horario significaba comer y dormir una hora más tarde de lo habitual, aunque después de unos días me acostumbraba. Para entonces ya debía regresar al centro del país. Nos despedíamos felices de habernos visto y convivido un poco, pero tristes por la despedida, siempre con tu bendición y el corazón fortalecido por el contacto con la familia y la tierra natal.
En esas visitas también me daba cuenta de lo que he perdido, como ver crecer a mis hermanos y los cambios en mi ciudad; conservo el vínculo con mis hermanos, pero no con mi ciudad. Debía hacer un gran esfuerzo para desenterrar los sentimientos del muchacho que caminó por sus calles, del niño que jugó en sus baldíos, donde encontraba edificios y casas cerrados para mi memoria. Algo de esto te conté en otras cartas y por teléfono. Nunca se escribe lo suficiente ni las conversaciones agotan lo que se quiere decir. Pero bastaba escuchar el tono de tu voz para saber que la charla te había alegrado. Y así podía volver a mi vida por mi propio camino.
Alguna vez te visité con dos de mis hijos. Les asombraba tener tantos tíos y tías. Ahora las familias cuentan con pocos miembros. Mis chamacos se divertían encontrando parecidos y diferencias físicas entre nosotros. Y más al escucharnos hablar con acento norteño, como buenos hijos de una madre chilanga que tampoco niega la cruz de su parroquia. Les agradó tu generosidad en la mesa, la hospitalidad de tu casa, la calidez de tu trato siempre amoroso. Saboreaban las tortillas de harina, la mermelada y el ate de membrillo hechos por tus manos, las coyotas y la carne machaca que traíamos. Más el pinole de flor de Los Mochis. Pero sobre todo guardan el recuerdo de haber celebrado una navidad con su abuela Yoyita, según les explicamos que te llamábamos cariñosamente.
A nuestros hijos solo podemos platicarles cómo de niños esperábamos esta fecha, con un sentido del tiempo que perdimos al volvernos adultos; la espera comenzaba con la instalación del árbol y del nacimiento. Un pino natural que llenaba la casa con su aroma. Un nacimiento poblado de personajes y animales envueltos en un ambiente mágico, que al crecer y recibir la enseñanza religiosa adquirió un sentido bíblico, neotestamentario.
Al principio solo nos importaban los regalos. La nochebuena nos dormíamos temprano, para despertar de madrugada a ver qué nos había amanecido. Seguramente por estar más cerca de los gringos que del centro del país, no decíamos “el Niño Dios me trajo esto”, sino “Santoclós me trajo tal cosa” o “me amaneció esta otra”. En uno de los años más remotos en mi memoria nos amanecieron unos tambores de hojalata a René y a mí. Estábamos tan entusiasmados que organizamos un desfile desde la sala hasta la puerta de la recámara donde ya no durmieron tú y papá, quien harto del barullo lanzó los ruidosos juguetes a la azotea; solo entonces volvimos a la cama.
Nunca creímos en serio que existiera Santoclós. Desde muy temprano supimos que papá y tú compraban los juguetes; lo veíamos como a Batman: más imaginario que real. En una promoción del supermercado Zaragoza, reconocimos bajo el traje del hombre murciélago al carnicero del establecimiento. Lo delataba su barriga, antípoda del lavadero que el superhéroe lleva en el abdomen; muchos volvimos a casa desengañados. En cambio, aunque nos constaba que bajo las barbas de algodón había un hombre común, veíamos a Santoclós con simpatía.
Llenaría páginas con recuerdos navideños; desde ahora formas parte de ellos, la mejor. Termino sin embargo esta carta póstuma con lo siguiente: desperté a la vida fuera de tu vientre llorando y te despediste de mí jugando con la palabra ─otro don a ti debido─, para despertarme con una risa como el mejor regalo de cumpleaños. Gracias por todo, querida mamá, Yoyita.