Apoyados del psicoanálisis, abordaremos una realidad siniestra que retorna en la cotidianidad del ensamble social, se trata de los desaparecidos. Primeramente diremos que si no hay cuerpo entonces no hay muerto, de tal forma que el desaparecido se presenta contrario al cuerpo del fallecido, al que sí se le puede hacer un rito fúnebre, al que se le puede despedir, es más, al que se le puede hablar, en esa fe de que el muerto, aún en el otro mundo está presto a escuchar al ser querido.
El desaparecido en cambio ni es cuerpo ni es muerto. El desaparecido se alza como un tipo de sujeto con rasgos diferentes, acaso hasta siniestros frente a la comunidad que lo nombra como tal, lo que le otorga el estatuto de fantasma, y que incluye en primera instancia, la posibilidad de reaparecer.
Las historias de fantasmas, de apariciones, se basan en la idea de la reaparición del que se fue, como bien puede ser el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, donde sus nombres les otorgan precisamente ese carácter subjetivo, humano, nombres que por cierto, siguen ahí en el colectivo social, nombrados por sus padres dolientes, nombrados todavía por muchos, y esa nominación es la que precisamente les compone como sujetos.
Pero más allá de los 43, acontecen otras desapariciones en nuestro país, a lo cual las instituciones o la cara oficial de la nación, se presenta proponiendo, ilusión mediante, la posibilidad de superar la pérdida. Que en otras palabras quiere decir, olvidar al desaparecido, dejarlo ir, vivir el presente, seguir trabajando, ¿volver a la normalidad?
Toda una serie de palabras que se articulan en un discurso romántico como denunciara Jean Allouch (Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, 2011), al respecto de lo ilusorio e inviable que supone olvidar al objeto amado, muerto o desaparecido; o peor aún, ¡creer que se puede sustituir!
Y esa es la premisa que se intenta vender a los dolientes de los desaparecidos, no es acaso, una postura por deshacerse del sujeto, del cuerpo, que para hablar con mayor claridad, se trata de desaparecer precisamente aquello que incomoda a lo normalmente asentado que no quiere cambiar.
Pero la realidad es otra, la del sujeto en su dolor y en su pérdida, ubicada en otra dirección que no es aceptada, porque implica ostensiblemente hacerse cargo de la pérdida.
La clínica psicoanalítica atestigua la realidad que experimenta el doliente: muere el ser amado y el que se queda lo sigue viendo, hasta lo lleva a la sesión de análisis de manera simbólica. Aquí el muerto y el desaparecido confluyen con el sujeto que sufre la pérdida; no hay olvido, mucho menos sustitución de objeto amoroso como ilusoriamente convoca la cultura de la simulación y hasta algunos trabajos supuestamente psicológicos, herederos de ese romanticismo que señalábamos. Incluso es algo que podemos presenciar en ciertas comunidades indígenas, como en el caso de los Purhépechas en Michoacán, con sus eternos ritos del día de muertos, donde al difunto se le sigue acompañando y hasta ¡se le sigue hablando!
Los padres de los 43 anunciaban: les decimos que vamos a continuar con nuestra lucha hasta encontrar a nuestros hijos (La Jornada, 5 de abril, 2016). Ahí no hay olvido, no se puede; de la pérdida no se hace omisión, se hace cargo, se aprende a vivir con ello.
La cultura del no pasa nada, sin embargo no quiere saber de eso, pero en ese des-conocer sabe, tal vez inconscientemente, que la desaparición inmortaliza al sujeto, tal vez hasta en una dimensión más profunda que con el muerto.
El problema que escuchamos frente a lo anterior es que, se medicaliza la pérdida en una obsesión por hacer como sí, cuando el dolor es precisamente para recordar que ya no está la persona amada. Dicha medicalización viene de parte de la cultura de la simulación, de un sistema de vida que como anunciaba Lipovetsky (La era del vacío, 1986), se trata de una apología del hedonismo. Al sujeto contemporáneo se le propone evitar el dolor de sus pérdidas, las puede sustituir con productos, con diversiones, ¡con aplicaciones! La cosa es que no se tenga que hacer cargo de su dolor y de su pérdida.
Pero lo desaparecido reaparece en lo personal, en lo familiar o por qué no, en lo social. El desaparecido adopta entonces, ya sin cuerpo, formas incorpóreas.
Lo desaparecido, como representación de lo no dicho, reaparece en los fantasmas que por más que se juzgue de irreales, para el que se le aparecen son tan consistentes que es difícil hacerle comprender la inexistencia. Escuchamos cómo el sujeto es perseguido por sus propios fantasmas, los que curiosamente le representan algo a lo que no ha podido acceder, y es en ese sin sentido, donde se ubica al fantasma; alegoría de lo no simbolizado, del silencio.
Por tanto, ¿a dónde van los desaparecidos? Al fondo de la memoria, al inconsciente, se diría en psicoanálisis. Pero también se van al fondo de las recámaras, al fondo de los textos, al fondo de una sociedad que no quiere saber, y que, sin embargo, le tiemblan las piernas nomás escuchar que un desaparecido pueda retornar.
Para el desaparecido no hay espacio y tiempo: es un ser cuyo poder le permite reaparecer en cualquier momento y en cualquier lugar, como se les han aparecido a los que alzan la bandera de aquí no pasa nada, a los que venden como producto de farmacia la romántica idea de superar la pérdida, de ¡reparar los daños! Vaya ilusionismo.