Don Juan Matus decía que estaba del lado izquierdo y la llamaba su consejera; como hombre de conocimiento, la escuchaba atentamente. Seguro le daba pistas para tomar decisiones importantes. Los demás, simples mortales o fantasmas, la ignoramos o hacemos el intento. Ciertamente no podemos fingir demencia ante la muerte. Debemos vivir con ella. Inexorablemente, sin excepción, el resultado se reduce a morir en el intento.
Pero no debe caber duda de que lo bailado nadie nos lo quita. Por eso, uno de los mayores propósitos de toda persona sensata debe consistir en disfrutar su vida; nadie lo hará en su lugar. Preciada por limitada e intransferible, se considera un derecho fundamental, atentar contra ella uno de los mayores delitos y perderla el peor castigo. A menos que consista en tanta miseria que la persona afectada y su gente cercana reciban la pérdida como un alivio. De cualquier modo, aunque reneguemos, tenemos la muerte como único destino seguro.
Mejor ver el asunto desde otro ángulo. En buena parte del mundo actual, el derecho a la vida está relacionado con otros derechos, como la libertad para hacer con esa vida lo que la persona decida. Unirse a otra persona para formar un hogar o vivir solo. Dedicarse al desarrollo de abstracciones o a resolver problemas prácticos. Enfrentar las adversidades de la vida o pegarse un tiro.
También podemos creer que seguimos vivos después de que dejamos de respirar y nuestro corazón se ha detenido. Nomás por la necesidad o las ganas de creer en algo. O simplemente suponer que la fiesta se termina, aunque siga sin pausa para los demás, los que aún respiramos y caminamos por el mundo.
En esta pachanga, otra cuestión fundamental se refiere a qué hacer con los demás, además de buscar parecidos y diferencias entre ellos y entre ellos y uno. El principal: estamos vivos y vamos a morir, dejando descendencia. La pregunta tiene relevancia por los que quedarán en una época que pide todos los derechos para todos precisamente por las dificultades o imposibilidades de su ejercicio. Nunca se defendió tanto la vida como en el presente, pues jamás estuvo tan amenazada como ahora, en todas sus manifestaciones.
Se puede mencionar el calentamiento global como el gran mal, aunque negarlo no cambia las cosas; y diluir un poco nuestra parte en el desastre apelando a la ignorancia de los ancestros. La idea de que las cosas no pueden cambiar y están como deben estar se ha vuelto peligrosa hasta para el mismo sistema y por tanto para todos. Urgen cambios que vayan más allá de hacer que todo siga igual.
La pandemia parecía una buena oportunidad para alcanzar acuerdos y trabajar en común. Dejó lecciones muy valiosas, pero la confianza en las vacunas favoreció el regreso a una normalidad en la que no se han incorporado de manera suficiente las enseñanzas de aquellas lecciones. El alivio de muchos cuando terminó el uso obligatorio del cubrebocas se debe a su resistencia al cambio de hábitos, reforzada por la percepción de que su uso causa incomodidad, algo inaceptable a estas alturas del milenio.
La medicina nos ha vuelto dependientes de analgésicos y drogas; a la menor molestia corremos al consultorio o nos automedicamos, cuando muchas veces podemos recuperarnos tomando agua y un descanso. La percepción de incomodidad también puede estar relacionada con la valoración del rostro como elemento para construir la identidad. En contraparte, hay gente que ha tomado el accesorio como un componente identitario, incorporándolo a la vestimenta. Velos y corbatas, guantes y pañuelos han desaparecido del guardarropa; llegaron las mascarillas.
Muchas novedades encontraron resistencia en un principio. Los argumentos contra las bicicletas ahora nos parecen ridículos. Personas instruidas pensaban que el esfuerzo de pedalear deformaría la cara de los ciclistas. El temor a lo desconocido y el apego a lo conocido tenían más peso que cualquier prueba de lo inofensivo del ciclismo y sus beneficios como deporte, mientras no ocurriera un accidente vial y el vehículo estuviera en buenas condiciones; aun ahora sus detractores consideran a la bici un transporte inseguro. Qué se le va a hacer.
No obstante, hay mucha diferencia entre vivir con la muerte como una posibilidad ocasionada por enfermedad o accidente y por balacera o secuestro. Podemos proteger más o menos nuestra salud y circular con precaución por la calle; pero nada nos salva de una bala perdida o un levantón. Y lo peor: la incertidumbre y el dolor por la suerte de los desaparecidos.
Obligados o no, seguimos entre los vivos con la persistencia y la fragilidad de la materia viva; tal vez lo más difícil de aceptar consiste en desconocer cuándo llegará nuestro último minuto. Aunque tampoco se ve la ventaja de saberlo. Hay cosas más importantes que averiguar y resolver. Que siga la fiesta.