En el anaquel de las sopas encuentro las de letras junto a las de munición. Pienso entonces en la quijotesca confrontación entre las armas y las letras. La fuerza del poder contra los argumentos de la inteligencia. Una batalla que, como los finales de campeonato, no puede terminar en empate. A menos que cambiemos las reglas del juego.
Pero busco variedad y llevo de ambas, invalidando la tesis de que en la vida solo hay de una sopa, sustentada por el caballero de la Mancha como preámbulo para un discurso. Lamentando lo detestable de su tiempo, entre otras injusticias, nuestro hidalgo encuentra el premio a letrados y soldados inversamente proporcional a los riesgos que corren cumpliendo sus oficios. Sin embargo, reconoce que las armas llevan la ventaja, si puede haberla cuando cada una necesita de la otra. La guerra se basa en leyes y también sirve para defender a las repúblicas y reinos que las hacen.
En la época de Cervantes, entre armas y letras solo podía haber un matrimonio mal avenido, un fracaso seguro. No se confundía a un miliciano con un chupatintas. Legisladores y guerreros cumplen funciones diferentes desde tiempos antiguos, cuando se establecieron como trabajos especializados, junto con los sacerdotes. Georges Dumézil estudió el asunto en Mito y epopeya. No obstante, muchos soldados ostentan actualmente títulos académicos, blanden argumentos en campos de batalla profesionales al servicio de sus ejércitos.
El debate sobre la preeminencia de la fuerza o de la inteligencia presupone que entre ellas no hay conciliación posible: un militar no puede reemplazar a un profesionista sin descuidar su función principal; no sin cometer atrocidades. Sin embargo, dentro y fuera del país vemos intentos de mezclar el agua con el aceite, de pervertir la naturaleza de cada elemento. Los vemos en la diplomacia de las bombas sobre las ciudades ucranianas y en los cambios legislativos para que las leyes sirvan a nuestros gobernantes sin que haya necesidad de violarlas.
Seguramente los rusos comparten en sus negociaciones los afamados principios metodológicos de Donald Trump: pégales y luego ve qué quieren, que terminaron poniendo al mundo en su contra y de quienes lo siguen. En México, todos los bandos que han disputado y obtenido el poder político han mostrado ductilidad legislativa a lo largo y ancho de su historia, según estén ejerciendo el poder o luchando por alcanzarlo. Algunos casos resultan reveladores.
Hace poco más de un siglo, el 22 de octubre de 1915, el Consejo Ejecutivo de la Soberana Convención Revolucionaria decretó una ley reglamentaria del Plan de Ayala que en su sexto artículo definía a los “enemigos del pueblo”. Aquí cabían políticos y empresarios, militares, clérigos y quienes hubieran colaborado con el antiguo régimen y sus aliados. Después dicho consejo hizo dos “interpretaciones” de “la voluntad popular”. En una decretó el derecho de pobres y personas con discapacidad a reclamar asistencia social, el 17 de noviembre; la otra para expedir una ley de educación que la declara competencia del gobierno federal, gratuita, obligatoria y laica a través del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, el 27 del mismo mes. Luego decretó una ley para impartir justicia expedita, sin formalidades ni requisitos inútiles, esclareciendo los hechos en cuestión mediante un juicio verbal, el 1 de diciembre.
Se trataba de una justicia más prometida que cumplida, en un largo proceso de definición, que aún debía perpetrar varias traiciones y asesinatos de líderes revolucionarios. Muestra los anhelos de un pueblo despojado de lo más básico durante mucho tiempo y urgido de soluciones inmediatas. Parte de ello consistía en identificar a los causantes de su miseria. Los encontró como colaboradores del régimen derrocado. Bastaba encajar en el sistema para merecer la condena. La seguridad social para personas con discapacidad y la educación laica y gratuita interpretaban la voluntad popular; igual los juicios orales, sin declararlo.
Además de la clara filiación popular del zapatismo, su interés aquí estriba en su semejanza, hasta cierto punto, con posturas y actitudes del régimen actual en nuestro país. Ese punto se llama coherencia. Los letrados zapatistas lo tomaban como punto de partida; para la clase actualmente en el poder funciona como punto de llegada, más allá del cual solo queda culpar al neoliberalismo. Como los surianos, hoy se interpreta la voluntad popular, bajo la forma de encuestas a mano alzada. Así el intérprete “sabe” qué preguntar. Pero de inmediato aparecen una revocación de mandato promovida por un presidente al que nadie se lo pide y una carta de su exconsejero jurídico que denuncia el mal y la traición entre dos de sus colaboradores más cercanos.
La presidenta de la mesa directiva del Senado y el fiscal general de la República, según esa carta, amenazan la canasta del gobierno. Y con esas manzanas podridas se nos promete un postre. ¿Gusta?