Era sexto de primaria y me mandaron hablar a la oficina de la directora. Sentada, junto a otra compañera a la que también habían mandado, pero por razones distintas, la directora muy seria comentaba que nuestra profesora de inglés había acudido a ella luego de que mi grupo hubiera dicho que yo les pegaba. Yo no sabía qué decir, y la casualidad de tener a Eloyza sentada en la otra silla me salvó al explicar ella que el grupo sólo bromeaba, pero no era cierto. Con mi historial de buena alumna y niña bien portada, volví impune al salón, sintiéndome agradecida por el apoyo colectivo. Vaya agradecimiento.
Uno de los grandes cánticos colectivos de mis compañeros de primaria siempre fue “¡Ay Andrea! ¿Por qué no eres una niña normal?”. Y entre los extremos de personajes raros donde o bien la chica destaca sin importarle, o es hecha mierda y se esconde ante todos, yo estaba en un intermedio extraño: si bien podía convivir y tenía amigas, el hecho de sacar buenas calificaciones y ser un poco más seria y aparentemente ingenua que el resto ocasionaba que el grupo se quejara cuando ganaba algo concurso o diploma, pero también hubiera una queja despectiva cuando no obtenía los premios o reconocimientos.
Supe que viví el bullying escolar hasta que ingresé a la universidad y por primera vez dimensioné mis años formativos. Información de la Secretaría de Educación Pública clasifica lo que viví como acoso verbal: “Consiste en expresar de manera directa o indirecta entre las alumnas y/o alumnos palabras desagradables o agresivas cuya intención sea humillar, amenazar o intimidar al otro. Se incluyen burlas, insultos, comentarios sexuales inapropiados, provocaciones”.
Cuando tenía 7 años, uno de los grandes juegos de los primeros grados era llegar al árbol de las tonterías de Andrea. Entre tercero y cuarto de primaria, mi reacción a los comentarios era intentar golpear con el puño bien erguido, golpes que no dolían y sólo hacían reír, y que yo repetía al sentirme incluida. En primero de secundaria, en la cual coincidió que el grueso de los de mi grupo de primaria quedamos en el mismo salón, hubo un grito ahogado a mis espaldas cuando no obtuve ni el tercer lugar de mi grupo durante un bimestre; jadeo que se convirtió en grito emocionado desde un tercer piso cuando el segundo año obtuve 7 en un examen de matemáticas, modus operandi al que ya se habían integrado quienes no me conocían antes.
“Para que se considere acoso escolar, debe presentar las siguientes características: Abuso de poder. Este se refiere a los comportamientos frecuentes como agresión física, intimidación y amenazas, por parte de una alumna o alumno, o bien un grupo de alumnas o alumnos para humillar o transgredir emocionalmente. Repetición y sistematicidad. Es la actitud que se repite constantemente con el propósito de vulnerar la condición física y emocional del alumno. Asimismo, viola los valores sociales y las conductas establecidos dentro de la escuela”.
Mi mamá me cambió de secundaria el tercer año, supuestamente porque vivíamos lejos y mi hermanito dos años menor ya había salido de la primaria, por lo que aprovechó para que iniciáramos en una nueva aunque yo no quisiera. Esa fue la razón oficial, pero terminando el ciclo me dijo que hace mucho no me veía tan feliz y relajada y yo recuerdo ese año como uno muy bueno donde aprendí realmente a socializar y ser yo sin tantos miedos.
Si bien en prepa estuve a punto de recibir algo similar por un compañero con el cual nunca terminé de congeniar, al ser sólo uno, le hacía frente, y aunque para el resto de mi grupo fue ver cierta cura (y aún a la fecha lo recuerdan así), sé que él y yo estábamos conscientes de sus intenciones.
De adulta entendí que al defenderme de la teacher, mi salón no me estaba cuidando, sino protegiéndose del sistema y de una maestra que no les caía bien por rara (cuánta ironía), en una época donde aún no se hablaba lo suficiente de protocolos anti-bullying, pero quiero pensar que sin duda habría soltado las alarmas de las profesoras. O quizás sólo habría aumentado el acoso, como lo vi cuando llegó Rebeca en quinto y veía cómo la bulleaban hasta las lágrimas y optaba por callar (hasta tiempo después comprendería que era el instinto de supervivencia). En cambio, me sentí agradecida por no ser yo, como cuando necesité lentes y tiempo después brackets, y sentí alivio porque nadie me dijera nada negativo o burlesco, cuando en realidad debería ser lo normal que no se rían de ti.
Hace unos días le preguntaba a mi padre sobre la historia familiar, y lo único que atiné a comentar fue de “no, pos no salí más rara por pura casualidad” al unir en mi cabeza las genealogías materna y paterna. Hace tiempo que abracé mi rareza, pero no la romantizo, y entiendo que hay cosas que una no dimensiona de pequeña. Una etapa de mi vida que continúo en proceso de superar.