Hogar para sombras.
Hogar para niños que buscan un padre.
Hogar para lagartijas y para piedras.
Hogar para señoras solas
y señores
que perdieron su edad en algún libro,
o en el bolsillo de algún suéter,
o en la caja que algún bromista
cambiara de lugar con una tarde de lluvia.
Hogar para la tristeza
es el silencio,
para los múltiplos de uno,
para nuestra sombra leyendo.
Hogar de señores solos y señoras
que han perdido la firmeza de las manos
en un recuerdo.
El silencio es
hollín, palabra muerta,
ciertos días o ciertas fechas;
y se parece a las tres de la mañana.
Alto, como una hora alta,
y cambiando lugares con ciertas miradas. Alto
y muy parecido a las lloviznas de junio
o a las lluvias bajitas de septiembre. Pero alto.
Siempre imaginé al silencio
como la lluvia, que arreciaba
como la lluvia
cayendo de alguna parte hacia alguna parte.
Lo imaginé
como se mira una niña en una ventana,
una niña a la que nunca dejaron salir a la calle
ni juntarse con nosotros.
Lo imaginé alto
y oyéndose entrar a la casa
como entra el viento de las cuatro
o como entra un padre;
o como entra un muchacho
que se esconde de sí mismo, entre recuerdos y paredes
para no perderse.
Siempre imaginé al silencio
moviendo cosas en secreto, siempre lo imaginé
cambiándole de lugar al abuelo
sus objetos,
cambiando suertes con ese perro
que aquella anciana viste de azul marino
como se viste un hijo que no se tiene
o que se ha perdido.
Ahora no sé si el silencio
arrecie, crezca,
sea -martillo de solos, golpear de días-
un lugar en nosotros mismos.
Pero aún suena
si cierro los ojos, aún suena si aprieto los labios,
si recuerdo; el silencio
aún suena si recuerdo:
veníamos de cortar
algunos capullos de mariposas.
Las tardes de noviembre
las usábamos para salvarlos de las primeras heladas.
Y a ese bisbiseo de ir juntos,
de cortar capullos,
le llamabas -con tu voz de hablar bonito, ronca-
silencio. Le llamabas silencio.
Y yo te miraba más alto,
corazón de raíz profunda, raíz, te miraba
más alto y más mi padre que otros días.
Y ciertamente el silencio bisbiseaba,
y ciertamente
todos mis corazones
de niño que camina con su padre,
de niño que huele a tierra despertada temprano
y a yerbas echadas a un lado,
bisbiseaban.
Mi corazón,
que no es mi corazón de ahora, te veía más alto.
Y aquellos capullos de mariposa
son la única prueba que aún tengo
de que tuve un padre, y de que había momentos
en los que caminábamos juntos
y me quería.
Porque hubo momentos en que me quería.
Semblanza:
A.E. Quintero. Nació en Culiacán, Sinaloa, el 8 de agosto de 1969. Poeta. Estudió lengua y literaturas hispánicas en la FFyL de la UNAM. Cursó la maestría en teoría literaria en la UAM-I. Estudió el doctorado en Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Casa del Tiempo, El Cocodrilo Poeta, Excélsior, La Jornada, Periódico de Poesía, Plural, y Revista Universidad de México. Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 1996. Fue finalista del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2007 y del Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma en 2010. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2011 por Cuenta regresiva.