Pues con la novedad de que ya me vacuné. Ya tengo el cuadro completo contra covid y no hubo mayor problema, al menos no durante la aplicación.
A mí y a otros cientos de mi edad, de 50 a 59, nos administraron la dosis de Pfizer con poco más de un mes de diferencia entre una y otra: en mi caso la primera fue el 5 de mayo y la segunda el 9 de junio.
El conflicto fue en los días subsecuentes. Después de la aplicación llegó un dolor en el brazo. Medio molesto, pero nada grave. Por ello no atendí la indicación de los especialistas que me hicieron el favor de entrevistarme, guiarme en el procedimiento y aplicarla: “si siente dolor solo tome un paracetamol y con eso”. No hubo necesidad. Si dolía pues, pero no era, como dicen, “insoportable”.
El problema vino después. Fueron al menos 10 días con severos y fuertes mareos. Mi muy pesada humanidad se tambaleaba a cada paso y si bien al principio era una sensación divertida, luego la cosa cambió y generó todo tipo de preocupaciones en mi tierna, frágil y sensible personita.
No fui el único en notarlo.
Uno de esos días tuve la necesidad de ir a la tienda y apenas había avanzado unos cuantos metros casi caigo. Mi vecino, un tipo costeño unos años mayor, caminaba en mi dirección y atestiguó la divertida pero peligrosa escena. Se sentó conmigo en la banqueta y luego de un rato se ofreció a regresar para hacer mi compra.
Agradecí el gesto, por supuesto, pero rechacé la oferta. No me sentía tan mal.
Ya lo sabía, pero lo confirmé esa ocasión: él y su esposa, pese a ser bastante retraídos, son buenas personas.
Por lo demás, baste decir que desde la casa donde vivo a la tienda hay tres cuadras de diferencia y créanme: jamás he tardado tanto en caminar tan poco.
***
El hombre no quería hablar. Se quitó la chamarra justo antes de sentarse y espero paciente, aunque se le notaba el nerviosismo. De hecho se lo hizo saber al “servidor de la Nación” cuando le estaba proporcionando sus datos y este llamó a una enfermera para tratar de tranquilizarle. Ella le explicó el procedimiento a detalle, le dijo cómo se sentiría y fue bastante cordial mientras le insistía en que todo estaría bien y no había motivo alguno para sentir temor.
Luego de algunos minutos, dos miembros del personal médico, una doctora y un enfermero, empezaron a aplicar la dosis. Caminaban entre las filas de sillas empujando su “isla”: un carrito con una hielera en cuyo interior estaba el biológico a ser aplicado, una bolsa de plástico blanca con decenas de jeringas nuevas, un bote con una indeterminada cantidad de pequeños trozos de algodón remojados en alcohol y una bolsa plástica para los desechos.
El hombre empezó a sudar y temblar. Era evidente el miedo en su rostro cuando vio cómo mostraban la aguja, cómo limpiaban el brazo de la mujer con el apósito y mostraban la jeringa con el líquido a la señora quien, por cierto, ni pestañeó.
Sus músculos se tensaron. Solo una persona faltaba antes de llegar su turno y de plano no quiso saber más. A su lado, en la otra fila de sillas, estaba una señora quien, como todos alrededor del hombre, le observaron moverse incómodo en el asiento tratando de calmarse.
Le sonrió cuando cruzaron miradas. “A mí también me dan pánico las inyecciones -le dijo con toda la calma y naturalidad del mundo-, pero, ¿sabe?, prefiero sufrir este ratito a hacer padecer a mi gente si me da”.
No se apenó. Finalmente era consciente de su estado y sabía bien que la mujer tenía razón, aunque no podía disimular. Cuando llegó su turno volteó a verla. Pidió a la doctora que no le enseñara el metálico artilugio y lo hiciera lo más rápido posible “por favor”.
Ella sonrió con un dejo de discreción y divertimento en la mirada. Él cerró los ojos, hizo un gesto de dolor apenas le tocaron el brazo con el algodón y apretó los dientes (“en un rictus de dolor”, dicta el lugar común). Los abrió nuevamente con sorpresa cuando su verdugo, femenino en este caso, le dijo “ya pasó”. Una sonrisa quizá de vergüenza surgió poco a poco en su rostro mientras agradecía al personal médico. Luego volteó hacia la mujer sentada al otro lado de la fila y con un movimiento de su cabeza en señal también de gratitud y, sin dejar de sonreír mientras se volvía a cubrir con la chamarra, murmuró para sí pero con suficiente volumen para ser escuchado: “todos tenemos nuestros miedos”.
Ella asintió.
***
Son dos perfectas desconocidas. Viven en la misma colonia pero en extremos opuestos y coincidieron ese día y esa hora para vacunarse.
Mientras esperan el momento, empieza una charla casual. Una se dedica a cuestiones administrativas en una fábrica de muebles y la otra es maestra pero está temporalmente en las oficinas centrales de la Secretaría de Educación, “en lo que se calma todo”.
La plática va desde el acompañamiento hasta “lo bueno que es el señor presidente porque nos consiguió las vacunas”.
El esposo de la maestra está sentado tras ella y no disimula la molestia ante el comentario.
Las mujeres continúan intercambiando frases y, cuando está por acercarse la enfermera, la maestra se disculpa con su interlocutora y voltea a ver al marido. “Por favor tómame la foto ahorita que me vacunen para presentarla mañana porque si no me van a descontar el día”. La otra mujer escucha e interrumpe, “Oye amiga, ¿crees que tu esposo quiera hacerme el favor? Es que también me pidieron la foto de la vacuna en el trabajo…”. La aludida asiente y sin decir palabra entrega el teléfono a su pareja y le hace señas de hacer lo propio con la otra mujer.
A él no le queda de otra y recibe al aparato con evidente molestia.
Luego del procedimiento, haber enviado la imagen al número proporcionado y esperado los obligados 20 minutos para ver si había algún tipo de reacción, la pareja se despide de la mujer y, mientras caminan en dirección a la salida, él empieza a cuestionar las afirmaciones de una y otra con evidente molestia: “¿gracias de qué? Es su trabajo, es su obligación –dice en referencia a la figura presidencial-, se les olvida que hay más de 230 mil muertos…”.
Twitter: @aldoalejandro