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El agua no sólo es un componente básico para la vida en el planeta, sino que forma parte del imaginario humano en un gran número de culturas. Su naturaleza binaria, un tanto volátil, que va de la calma a la tempestad en un momento nos causa admiración. Pero a su vez, en ocasiones el agua provoca un terror inenarrable en las personas que deben enfrentarla en su máximo esplendor.
Recién en octubre el paso del huracán Matthew por el Atlántico ha dejado mucho qué pensar a quienes vieron al monstruo a la cara. No es tan difícil para quien esté más o menos al pendiente de las noticias en red que el meteoro ha dejado estragos desde Haití, pasando por Cuba, Bahamas y alcanzando recientemente la zona de Florida. Sin embargo poco se ha dicho, por lo menos hasta ahora, sobre los rostros de la tragedia.
El sentimiento de impotencia es quizá uno de los más desagradables para los seres humanos. No sólo provoca tensión y un grito ahogado al interior del ser debido a la poca o nula capacidad de acción ante lo inminente, sino que significa forzosamente un cambio crítico respecto a un estado de anterior de lo ya conocido.
La impotencia muchas veces es provocada por hechos totalmente nuevos a nuestra experiencia, y ante los cuales aún no tenemos herramientas físicas ni emocionales listas para enfrentar la situación. Pero cuando además viene acompañada de este saber que lo que está frente a ti es más grande, mucho más grande que cualquier cosa que pudieras controlar, esta impotencia se vuelve total minusvalía, inoperatividad, cuando de pronto te das cuenta de tu propia insignificancia y de lo fácil que el mundo alrededor puede lograr destruir tu propio mundo.
En su Poética del Espacio, Gastón Bachelard (1957) menciona cómo “frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y del huracán, los valores de protección y de resistencia de la casa se trasponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano.” (FCE, p. 78).
Desde estas miras, pero al revés, el ser humano se da cuenta de pronto que la única protección que tenemos ante la inminente crueldad de la naturaleza es nuestro propio cuerpo… nuestro propio cuerpo vuelto la casa y el templo que nos protege, aunque sea levemente, de la realidad. Vivimos constantemente auto-engañándonos, pensando en que el cobijo de la ropa, del coche, de la casa habitacional y de las pertenencias es suficiente.
Convertimos a estas cosas en extensiones de nosotros mismos, como si fuesen apéndices del ser y les damos valor, un valor intrínseco, que forma parte además de la manera como nos autodefinimos.
Entonces, cuando el meteoro aparece, nos damos cuenta de este error, porque estos apéndices no nos podrán acompañar en el viaje de huida, en esta ida y vuelta de intentar salvar la vida y en este darnos cuenta que en realidad no contaremos con ese cobijo holográfico que pensamos tener. Perdemos de pronto una parte, aunque pequeña, bastante significativa de nosotros mismos.
En ese instante, cuando la crisis nos hace presas, intentamos con todas las fuerzas redefinirnos. Porque ahora el agua que vino y fue, arrastró consigo pequeñas partes de lo que alguna vez pensamos era el principio y el fin de nuestra existencia.
Los alcances de la vida son tan maleables, son tan elásticos pero al parecer no siempre estamos listos para esta flexibilidad. Nos coge desprevenidos, incluso a veces en el peor momento. Al parecer, la fluidez del agua no siempre implica serenidad. En dependencia de cuánta fuerza contenga, pudiera ser un arrasa sueños aun siendo el símbolo de la renovación de lo que antes fuimos y que, probablemente, no volveremos a encontrar.
Y para ti, ¿qué significa el agua?