El muro de Donald Trump es solo un tema más que refleja la hipocresía de los gobernantes, de muchas personas. Un pretexto que sirve como protesta, como compromiso efímero; un mensaje eufórico y crítico que de manera lentificada va perdiendo toda su fuerza, porque de tanto aquello se va desgastando a tal grado que necesitamos algo nuevo (unos desaparecidos, una catástrofe natural, etcétera).
No podemos saciar nuestra hambre de información, de morbo. No podemos dejar de asustarnos, de ver lo que les pasa a otros en esa distancia que nos salvaguarda.
Se protesta desde esa lejanía pacífica. Se apoya a las minorías con los gritos, desde el otro extremo del abismo. Y de eso se valen los gobernantes, los políticos, los candidatos a algún puesto público: alimentan la inconformidad, se vuelven solidarios y partícipes con el conocimiento de que aquello se irá pronto, y que en realidad, se nos ha pasado que el tal muro –de lámina- ha estado desde hace más de veinte años, a lo largo de muchas partes de la frontera.
Es cuando Obama parece menos piadoso de lo que aparentaba, entonces nos parece un hipócrita más, un demagogo igual que el resto.
Ahí, en la iniciativa de la construcción de un muro fronterizo para detener a los mexicanos (inclúyase aquí a todo el resto de América Latina, ya que para los estadounidenses, los mexicanos son todos los demás, también), se conjuntan varias voces, inclusive internacionales a favor y en contra que no tienen mucha idea real de lo que en verdad pasa en este país.
Que el famoso muro de Trump ni siquiera es un retroceso en lo que corresponde a las democracias, las libertades y demás, sino una continuación (en este caso burda) de los límites, del mundo fraccionado, de los territorios que algunos listos en un momento vallaron y dijeron “esto es mío”.
No hay que olvidar: el primer muro es la frontera; es decir, la división de territorios, las franjas, las delimitaciones están ahí. Si bien, en muchos ejemplos no son físicas, están. Su sentido es el mismo: separar, segregar, dividir no solo territorios sino personas: las diferencias entre unos y otros.
No se puede combatir la desigualdad en el mundo, el racismo y cualquier expresión de odio contra las diferencias entre personas, si el mayor ejemplo de todo lo anterior son las fronteras, impuestas por los gobernantes nacionales e internacionales que solo lanzan apoyos y logran coincidencias según convenga a sus intereses prácticos y morales.
De la naturaleza nada es nuestro, nada en realidad nos pertenece: nos hemos apropiado de todo, lo hemos explotado a nuestra conveniencia, consiguiendo con ello el comercio (bien intencionado de inicio, como una forma de vida recta) y la explotación (la consecuencia natural del egoísmo y la ambición, elementos de los que es muy difícil librarnos si de pronto nos vemos inmiscuidos en la vida material, en el mercado global).
Fraccionamos el territorio, quizá de inicio, por miedo, quizá por tener un refugio que nos mantuviera alejados de los peligros -intenciones nobles-; sin embargo, todo lo humano es corruptible, toda creación del hombre está destinada a vulgarizarse y así, entonces, quizá el sentido de territorio como guarida de salvación, como paraíso, se volvió un espacio de valía comercial, conquistable: un territorio explotable donde los habitantes sobraban, terminaban estorbando.
El muro de Trump no debería asustar a nadie, por el contrario, debería desvelarnos las discusiones ociosas que se dan entre el gobierno mexicano y el otro sobre quién y cómo se debería pagar el muro.
La discusión está más allá de los materiales de construcción, sino en el concepto real de frontera.
Es cuestión de reenfocar el destino de nuestras preguntas, para poder ver las capacidades reales de nuestros gobernantes, incluso, de tener claro si le quedará grande el puesto o no a Videgaray, el becario, el que llegó a aprender y que hasta ahora se ve endeble en el puesto.