El fin del mundo llegó a este siglo como llega una feria a los poblados, como un circo, como aquel cine itinerante que de rancho en rancho proyectaba películas como si fueran verdad; algo así como llegaron los gitanos a Macondo, trayendo consigo las señales probatorias de que el progreso existe, e instalando a su vez, con espectacular demostración, un catastrófico acostumbramiento general a la inmovilidad, una cuasi simpatía con el fracaso.
Este siglo tiene ya edad para soñar, para hacer planes y demostrarse autónomo en muchas de sus obligaciones. Sí… para quienes no lo saben, un siglo tiene obligaciones de toda índole:
Debe, por un lado y por ejemplo, asegurar que la historia dé un vuelco irremediable… la historia de la humanidad, por supuesto. Un vuelco que lo defina como siglo, por encima de los demás siglos. Un siglo debe ganarse su mayúscula inicial y poner en la balanza su número romano.
Así, el Siglo I se reconocerá por sus mitológicas cruces; el Siglo V por la persecución imperial de todas las ciencias “ocultas”. El Siglo X será marcado por la espera del primer fin del mundo cristiano, y el Siglo XI como el primer renacimiento en medio de las pestes. El Siglo XVI será conocido como el siglo de la Utopía y el Caníbal; el Siglo XVIII será por supuesto el de las luces. El Siglo XIX definirá el gran despertar industrial, socialista e independentista; mientras que el Siglo XX será mundialmente reconocido por su cocacola. ¿Será pues el Siglo XXI marcado para siempre por las caritas de perro suministradas al universo por esnapchat? Esperemos que madure el muchacho…
Otra gran obligación de un siglo cualquiera es portar en sus años un desarrollo coherente de la evolución científica. Desde el descubrimiento de las formas regulares en la naturaleza, su reproducción esquemática y la invención de estructuras geométricas y ensamblajes… hasta las conjeturas sobre el átomo y sus partículas elementales, la fabricación de los relojes cuánticos, la geolocalización por satélite y la “navegación” territorial asistida, a partir de un aparato portátil accesible para toda clase media.
Cada siglo carga pues consigo un vuelco histórico y una evolución científica. Así mismo, todas las artes humanas y todas las religiones y creencias de la misma calaña despliegan ante los siglos que transcurren una larguísima lista de deseos y expectativas.
Pero existen algunas constantes, que siglo tras siglo se repiten, como las olas se repiten contra los peñascos. Entre esas constantes hallaremos la particular espera de que el mundo “se acabe”, de que la historia llegue a su fin, de que el tiempo se detenga… Un fenómeno manifiesto colectivamente por primera vez en Europa durante el Siglo X (cuando la masa campesina aterrorizada por los monjes esperaba febril el año 1000), pero que encuentra su fuente en una de las culturas hebreas contemporáneas de Herodes Antipas, los Esenios. Estos creían que el tiempo llegaría a su fin; que el transcurso de la existencia material habría de detenerse durante mil años, un día, dentro de mil años… aunque cabía la posibilidad de que estos últimos mil años se estuviesen cumpliendo en este mismo instante.
Si buscamos más lejos, por supuesto, encontraremos referencias amenazantes al orden de la vida en el poema de Gilgamesh. Pero ¿qué sentimiento humano no se encuentra en latencia dentro de aquel poema inmortal?
El pensamiento más profundo y la ciencia más compleja se han formulado este problema tanto como la tendencia más superficial y la conversación más anodina.
El fin del mundo está a la puerta y llama.
Este siglo, más intensamente que el siglo XI, fue recibido con todo el miedo colectivo que nunca antes fuese reunido. En todo rincón habitado de lo que llamamos planeta, al menos una decena de personas esperaba ver en el cielo las señales del final, la noche del 31 de diciembre del 1999 (sic). Así, bajo esa lente, vimos caer las torres gemelas, vimos a los genios de la lámpara sumergirse en el caos democrático forzado, vimos llegar a nuestra casa la pantalla táctil, y el acortamiento de las distancias dejó de ser producto de la ciencia ficción para convertirse en un escaipi o una videollamada cualquiera. La transmisión en vivo está al alcance de cualquier dedo, y hasta los adolescentes con cara de perro pueden obtener (como si se tratase de una fortuna o de aplausos al artista) miles de laics en cuestión de minutos con solo repetir la frase carente de trascendencia del momento.
“El fin del mundo se acerca ya”.
(Repita usted en voz alta esta frase. Verá cómo todo cobra su natural sinsentido.)
No hay causa triunfante, todo es tan lícito que nada nos conviene. Celebramos con nuestro morbo la conspiración rampante. Y nos unimos al canto dulce de la paranoia general que reina en este siglo, sin más… así nomás. Y no hacemos nada, porque tampoco sentimos la obligación y mucho menos el poder de hacer cualquier cosa que sea.
“Saqueo” significará llegar con saco a algún lugar dotado de bienes de toda índole, con la irrefrenable intención de robar lo más posible. Y la polisemia nos sacará los ojos.
La bestia (no sabemos desde cuándo) gobierna este mundo y su reino quizá dure un poquito más que aquellos primitivos mil años que para los esenios representaban una eternidad. En serio… si tenemos en cuenta que la humanidad con su memoria inmensa se ha convertido en una bestia incontrolable, entenderemos mejor que un jovencito que –de paseo por Pátzcuaro—elija una cafetería en los portales bajo el simple criterio de que haya guayfay sea, en sí mismo, la encarnación de una señal del fin.
Y dejemos a un lado las caritas de perro y los filtros de ínstagram y distintivos de equipos de fútbol y automóviles en las fundas del celular. Dejemos a un lado la victoria democrática de la estupidez y las actualizaciones infinitas de estado y foto de perfil. Mantengámonos al margen del flujo de datos y la conexión telefónica en casa más necesaria que la leche y el gas; ignoremos que la voz “no hay internet” sea más dramática que “no hay paz”, “no hay justicia”, “ya no hay agua”, “no hay papel”. Bobadas.
Cierre usted los ojos. Piense en el final.
He aquí unas señales que puedo percibir desde mi zona de confort, en este Siglo XXI en que me tocó vivir:
- Un niño jugando a matar policías y civiles, robar, violar y destruir, con un control remoto en mano, delante de un televisor de cien pulgadas (ya no se trata del palo de las cavernas, ni de aquel buen fusil de juguete que permitía al menos echar a volar la imaginación).
- Hemos visto crecer y crecemos junto a una generación sin asideros culturales que define su identidad por “las marcas que más te gustan”, “las gaseosas que más tomas” y “las series que te descargas”.
- El choque intergeneracional se basa en la disputa del concepto de “rock” y las maneras de vestir y de ligar.
- La discriminación rampante se disfraza de humor negro (Ver: chairo, kevin, brayan, lady, lord…), y pronto toleraremos el exterminio de los demonizados.
- Aquella frase “si no estás en google, no existes” se ha convertido en una regla tal que el gran hermano la tiene chiquita…
- Y claro, a nadie le preocupa el fin del mundo… porque ya estamos en él y ¡no pasa nada!
We are the world.
Notre fin est arrivée.
(El autor no se hace responsable de los contenidos desordenados que su paranoia le dicte para escribir esta columna.)