Resulta fácil odiar. Tal vez por eso ese sentimiento goza de gran popularidad, especialmente en una civilización que sigue prometiendo hacernos más fácil la vida.
En el último capítulo de la novela El luto humano (1943), de José Revueltas (1914-1976), un sacerdote se pregunta “si la verdad no estaría en ningún lado” y si la “confusión trágica” de la revolución y de la cristiada consisten en “descubrir el abismo inesperado de los hombres”. Si podía creerse en algo, por qué todo resultaba injusto, qué sucedería con el pueblo y dónde estaba su historia. Pero solo encontraba odio y más odio, cincuenta clases; y define su problema como morir sin saber la verdad.
Un sacerdote que atestigua los actos del odio. Apenas un ejemplo en una lista que puede alargarse indefinidamente y comienza desde nuestros más remotos y bárbaros orígenes. Cuando la hostilidad del suelo llevó a los ancestros a especializarse en la crueldad, adorando a divinidades que se complacían en nuestro dolor, ya autoprovocado en forma de sacrificios, ya causado para castigar delitos o para agradar al dios sanguinario.
Hay demasiada complejidad en el dolor humano. Todos los pueblos tienen su historia de dolor físico, emocional, existencial. Algunos han dejado atrás ciertas partes, mediante la civilización y la cultura. Otros seguimos cargando lastres atávicos. Aunque algunas cosas hayan cambiado, como las leyes, la economía y la estructura social. Y porque otras no cambian lo suficiente, como la desigualdad, los prejuicios y malas hierbas similares.
La invasión europea trajo nuevos materiales para fortalecer el odio en estas tierras. Tres centurias después, las huestes alzadas al llamado de Hidalgo cometieron las atrocidades ya conocidas, movidas por los rencores acumulados durante el Virreinato. El siglo XIX atizó ese fuego con proyectos irrealizables y soluciones injustas por parciales. Y así llegamos a las violentas guerras civiles magistralmente narradas por Revueltas en varios de sus relatos.
Actualmente, con la mirada miope fija en el pasado, se apela al odio como recurso para explotar el capital político que puso en el poder a quienes ahora gobiernan. En lugar de usarlo para realmente cambiar lo que necesita cambios. Impera una enorme capacidad para el odio, igual o superior a la incapacidad para gobernar, cumplir así el deseo de conciliación implícito en el apoyo mayoritario. Desde luego, el fracaso genera más odio entre quienes se sienten traicionados. Y también la oposición está infectada.
No todo se puede atribuir a fracasos de gobiernos. Desde hace tiempo se han cuestionado las pretendidas bondades del progreso, distorsionadas por la desigualdad social prevaleciente y por las limitaciones inherentes a las supuestas soluciones para nuestros problemas: tecnologías contaminantes y modelos económicos injustos.
Después del entusiasmo que el maquinismo despertó en Filippo Marinetti (1876-1944) y quienes vivieron el nacimiento del siglo XX, de los versos que Guillaume Apollinaire (1880-1918) compuso a los cañonazos y bombardeos de la primera gran guerra y de otras expresiones artísticas embelesadas con las posibilidades de la modernidad, la segunda guerra dejó en el Viejo Mundo una devastación que María Zambrano (1904-1991) aborda en las conferencias que integran La agonía de Europa. Hay muchos más ejemplos desde otras posturas ideológicas, como las del existencialismo francés, derrotero de la crisis que destrozó aquellos espíritus.
En los ensayos de Apocalipsis (1932), D. H. Lawrence (1885-1930) critica el empobrecimiento antropológico que la civilización occidental ha producido, al reducir nuestra visión del mundo a formulismos científicos. Desde entonces, él y otros autores desencantados de la modernidad denunciaban el empobrecimiento antropológico ocasionado por la secularización de nuestra existencia, a lo que atribuye buena parte de la infelicidad generalizada por no ofrecer más que máquinas y pérdida de la fe religiosa. Y produce deudas, pues se trata de convertirnos en consumidores; y artefactos desechables, porque si no luego que venden los señores del negocio.
En nuestras latitudes no podemos ignorar la “Declaración de odio”, en Los hombres del alba (1944), de Efraín Huerta (1914-1982). El poema se dirige a la ciudad; el odio, a los burgueses vulgares y tristes, a las “chicas de aire”, a las “juventudes ice cream rellenas de basura”, a los “desenfrenados maricones”. Un “odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa”. Sentía orgullo y alegría por su masculinidad.
El poema termina invocando la alegría y la risa con palabras vigentes, dando voz a “…quienes hoy te odian/ para amarte mañana cuando el alba sea alba/ y no río de insultos, y no río de fatigas,/ y no una puerta falsa para huir de rodillas.” Invitándonos a convertir el odio en su contrario desde ahora.
En efecto, existe lo contrario, aunque no siempre acapara la opinión pública. Porque encierra mayores dificultades. Muchas veces no solo como mero sentimiento, sino unidas a acciones que permiten tener esperanzas. Manifestado en expresiones artísticas que justifican la resistencia al odio.