Es común hallar comentarios y reseñas que reducen el carácter subversivo del chileno Pedro Lemebel (1952-2015) a una identidad de género, o a su orientación sexual: Usaba tacones, blusas, se adornaba con pañoletas, se pintaba la boca y los ojos, era homosexual; por lo tanto, era un provocador, disidente, un marginado… Pero no estamos hablando de características superficiales, indumentaria de un temperamento extravagante, sino de la expresión misma y eje de su quehacer estético, de la rabia con la que Lemebel enfrentaba al mundo y de la personalidad creadora que fue construyendo a lo largo de su vida. Sería un error ignorar que su postura, él mismo como centro de su obra, es una crítica profunda e inteligente, a veces mordaz, de vez en cuando bajo la sutil apariencia de un canto melancólico, y la mayoría de las ocasiones en la plena forma de un grito rebelde contra las ideologías y las convenciones sociales que producen exclusión, ignorancia y resentimiento.
Un ejemplo exacto, sitio donde se reúne su capacidad crítica con el talento y la sensibilidad, es la única novela que escribió: Tengo miedo torero[1]. Más conocido por sus crónicas y relatos, Lemebel verificó en esta novela una obra combativa e irreverente, capaz de confrontar y romper esquemas estéticos: los ideales de amor, de belleza y de lo heroico.
Situándose en el Chile de 1986, el autor toma el atentado fallido contra Augusto Pinochet, llevado a cabo por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, como anécdota central del libro; sin embargo, el tema de la novela no es la dictadura militar, ni las posibles causas y efectos de un acto terrorista, sino el amor, el amor idealizado por La Loca del Frente, un homosexual cuarentón y afeminado con “alma de actriz”, cuyo revelador apodo corona su forma teatral y anticuada de comportarse. La Loca, adicta a canciones viejas y cursis, busca replicar por voluntad propia el clásico modelo hollywoodense del amor romántico, vivo en el riesgo y la aventura, lleno de pasión y deseo entre las parejas; y es a través de ella que Lemebel supera los discursos políticos para centrar su juicio precisamente en esa otra ideología más fundamental: el amor.
Resulta irónico que el depositario de todas las fantasías románticas de La Loca termine siendo un miembro del Frente Patriótico: el joven Carlos, quien persigue, por su parte, las causas de un imaginario compartido de guerrilla y activismo. Es en la incompatibilidad de ideologías que se genera un breve espacio entre ambos personajes, un sitio de tregua donde se acompañan y olvidan sus angustias y compulsiones, donde construyen, aunque sea efímero, un vínculo auténtico e imperfecto, distante de cualquier estereotipo, ya sea romántico, sexual o político.
A pesar de lo que aparenta en la superficie, La Loca del Frente no es cándida, ni verdaderamente loca. Por el contrario, manifiesta una profunda conciencia de la sombra y el dolor; desesperanza y violencia oscurecen su pasado. Al mirarse en el espejo le vienen recuerdos de su infancia, marcada por la homofobia hipócrita de su padre, o de sus noches de calle, de hombres que le pagaban unos centavos o un cigarrillo, cuando no le escupían el rostro como si ella fuera la culpable de su desgracia. Desde esta perspectiva, se puede pensar que su obsesión con el amor, ese amor del que tanto hablan sus canciones favoritas y que parece estar negado únicamente para ella —amor ficcional, imposible imaginarlo siquiera en las calles—, no es un acto de locura, de evasión, sino de coraje y rabia, un esfuerzo por no ceder ante la visión trágica de su existencia. La Loca toma fuerza de la constante lucha entre la esperanza y el desencanto. Cuando la melancolía y la soledad se apoderen de sus días, cuando la noche sea más oscura y hasta el aire parezca ausente, ella tendrá sus canciones y en la boca una dentadura postiza para sonreírle al destino.
Como Lemebel, La Loca se vale del humor para afrontar a la angustia. Es ésta la característica con la que el autor consigue el contraste más notable entre las dos vertientes de la narración: por un lado, la jovialidad provocativa de La Loca y, al otro extremo, la patética insensibilidad del Dictador, Pinochet, y su mujer, Lucía Hiriart, a quienes la voz narrativa dibuja tan llenos de resentimiento, tan abyectos que resultan personajes cómicos y casi dignos de lástima. En la contraposición de estos personajes, en la narración paralela de sus vidas y preocupaciones, la novela transcurre.
Lemebel apuntala su prosa, trabajo contundente con la oralidad, valiéndose de imágenes poéticas y metáforas. Dueño de un oído atento y musical, nutre la narración con la riqueza lingüística de los barrios pobres de Santiago de Chile; uno escucha la vida en sus páginas, el bullicio de las vecindades, el rumor de la capital. Rápidamente, el narrador o la narradora —la ambivalencia surge del propio autor— nos atrapa con su ágil andar, incluyendo todas las formas del diálogo y los parlamentos, pero también canciones y noticiarios en un solo discurso, en una sola voz que contiene y anima a todas las que van emergiendo a lo largo de la novela. A través de la tercera persona, la voz narrativa ejerce la facultad de penetrar o abandonar la subjetividad de los personajes, de quienes descubre sus pensamientos o los revela por medio de sus acciones y palabras.
La narración mantiene la tesitura de principio a fin, y termina por cerrar el círculo con un final que podría serlo para cualquier clásico de Hollywood: en un escenario conmovedor —Viña del Mar, nada más y nada menos—, con la pareja protagonista, sobrevivientes de la aventura, solos y de frente al destino. Fiel a su educación sentimental, La Loca decide realizar el drama. Con el apropiado tono de renuncia y dignidad, le confiesa a Carlos que a ella también le falló el atentado, que prefiere separarse de él, pues sabe —como supo desde el principio— que su historia de amor es solamente posible en el ideal, donde no podría diluirse por la convivencia, a causa del tiempo, del hastío, y de la sociedad. Interrumpiéndola en ese momento, su historia queda suspendida, cual canción en el aire, en la eterna ilusión de la memoria, susceptible del amargo placer de imaginar todo lo que pudo haber sido. La Loca del Frente permite que el mar se lleve a su Carlos y, con él, las palabras de aquella canción que los unió secretamente en tiempos de guerra: Tengo miedo torero.
El 23 de enero de 2018 se cumplieron 3 años de la muerte de Pedro Lemebel. Suena romántico y trillado —a tono con La Loca—, pero es verdad que el homenaje más justo que se le puede hacer a un autor es leerlo, recordar a través de su obra y sus palabras que sólo en la realidad podemos encontrarnos, que si las ideas no resultan más que nuevos abismos entre nosotros, entonces han fracasado, y nosotros con ellas.
[1] Lemebel, P. (2001). Tengo miedo torero. Chile: Seix Barral
Semblanza:
Abraham Vidal González (Ciudad de México, 1987). Egresado de la Escuela Mexicana de Escritores, ha publicado narrativa, poesía y crítica literaria en revistas como La Rabia del Axolotl, y Coma Suspensivos. Actualmente trabaja en su primera novela y escribe diarios personales como proyecto literario a largo plazo.