El escritor Alejandro Paniagua conoce las tormentas familiares que aquejan a cualquiera, pero que en un país como México se acentúan por la imposibilidad de escapar de ellas. Con su novela Los Demonios de la Sangre concede a una historia clásica los pormenores trágicos de una obra de Shakespeare, dotando de nuevos significados los lazos familiares.
La novela es naturalmente influenciada por Juan Rulfo y su visión casi mágica, y siempre fantasmagórica, de los pueblos mexicanos. El autor resalta estos antecedentes en que las historias de pueblo son tan ajenas e inexistentes a las de ciudad que es imposible coordinarlas dentro de un mismo universo. Los pueblos están malditos por su propia forma de concebir el tiempo y Paniagua utiliza el recurso de una manera notable. Los personajes, tal como el lector al acercarse a la obra, no conciben el tiempo como causa y efecto, sino como principio y fin de una maldición.
La familia principal, encabezada y marcada por don Evaristo, lleva un patrón bastante básico. Historias de amoríos, golpizas, promiscuidad, nulo reconocimiento de los hijos, violencia heredada, odio marcado por los lazos familiares, todo esto es común en la tradición mexicana y en las aproximaciones de los autores que lo han vivido o lo absorben como leyenda cercana. Sin embargo, los ajustes mágicos del autor le dan un buen giro a los personajes y el ambiente en que se desarrollan.
Constantemente se habla de Shakespeare y es evidente el reflejo hasta en los nombres de las hijas, Próspera y Ariel, que se vuelven personajes trágicos, pero desde una perspectiva de autodestrucción y no tanto de destino. Los símbolos son constantes y claros. Al inicio de la novela tenemos a un guerrillero que usa los restos de un caballo para ocultarse y atacar; es el inicio de una visión como sucede con las brujas de Macbeth. Es un personaje sin nombre, en un principio, que sin saberlo lleva a cabo uno de los ritos más peligrosos y definitivos: el pasar de hombre a bestia, volverse un caminante en piel ajena; se trata de una conversión de la que no se puede volver.
Las propias paranoias de don Evaristo son un ejemplo de la magia que se crea por creer en ella y nada más, y sin embargo uno puede tantearla como real, como que en este pueblo es tan posible como la aparición de nuevos guerrilleros. El hecho de que el propio personaje crea que su enfermedad es obra de su difunta y violentada esposa no es más que la prueba de que estamos frente a un hombre que jodió a su familia para siempre. Casio, su hijo no reconocido, busca obtener el nombre que le corresponde sin contemplar la maldición que pasaría a su sangre una vez que se haga oficial el título.
En el caso de las hijas, una abierta al mundo, a sus peligros y a su magia, y otra motivada por la envidia y no por el autodescubrimiento, se ven envueltas en una traición clásica de amor y locura por abandono. Próspera ha perdido la razón porque necesita el título de loca para poder comprender el mundo que la ha rechazado. Es claro que ella lo ha visto todo, pero no necesariamente lo aprehende; se trata del clásico personaje trágico cuya locura no es más que la visión y entendimiento correcto y sin máscaras de un mundo cruel. Ariel, su hermana mayor, simplemente ata su existencia a la de su hermana por la admiración y la envidia de libertad. Por sus acciones busca un castigo divino, pero a ella le corresponde únicamente una sanción terrenal, el de la peor bajeza, el que se usa para humillar al caído.
La siguiente generación, ejemplificada con Aníbal, hijo de Próspera, demuestra que la violencia de la familia se vuelve cada vez más espesa y confusa. El odio que siente hacia su madre es el mismo que marca los errores de Hamlet: la necesidad de ser amado y comprendido, como el amor que se guarda para una alma gemela. Aníbal interpreta su universo a partir de las injurias de su madre. Él se sabe objeto de magia, visiones y delirios, pero nunca de amor materno, pero igual le es imposible cesar la búsqueda de esa cercanía destructiva. Mientras que el resto de los personajes simplemente encajan la pieza final de su sino, Aníbal es el que representa las posibilidades a futuro, la maldición que carga la familia y la esperanza de muerte lapidaria.
Dentro de este pueblo no existe el tiempo, sólo la sangre y su cántico. Es llamativa la forma en que este pueblo parece tan precario y tan tecnológico a la vez; es la contradicción natural entre los avances exteriores del hombre y las emociones salvajes y antiguas del cerebro, el alma y la tradición. Por ratos parece que estamos en el mismo mundo de Comala, pero de inmediato se presenta la televisión como escape idiota a pensamientos igual de idiotas. Todos los personajes existen a la vez y sólo Próspera puede concebir eso, aunque como el mito de Cassandra aclara nadie puede creerle.
Los capítulos parecen una descripción de momentos teatrales: madre e hijo hablando frente a frente, el acto ritual de destruir una lápida, las visiones de Próspera, etc. Este recurso enaltece la cercanía a Shakespeare, resaltando siempre los momentos que llevan a la traición en ese tipo de tragedias, pero con la muerte siendo un recurso inútil para acabar con la maldición familiar, con el dolor heredado. La expresión “la sangre llama” toma matices de magia negra. Se trata de la sangre que no olvida, aunque sea derramada, de la sangre que no perdona, aunque pase a la siguiente generación. Es el aullido del apellido que uno carga como Atlas soporta al mundo, con incomodidad pero sin renuncia. Donde la única forma de olvidar es abandonar el título, transformarse en bestia sin nombre, con total libertad y locura a la vez.