La escuela de ayer como hoy, sigue basando su reacción frente al niño curioso con represión. Estamos ante la versión sociológica que denunciaba Michel Foucault con su Vigilar y castigar (1975); la obsesiva observancia del sujeto instalado en alguna institución pública, como puede ser la escuela.
Los agentes representantes de la ley, es decir, los maestros, adultos alejados del ser infante, continúan con la no tan caduca vigilancia del cuerpo del niño. ¿Qué hace, hacía dónde se mueve, qué pretende, qué busca?
Así como en cada sociedad existen lugares prohibidos para los ciudadanos, en las escuelas, hay lugares que no pueden ser pisados por los estudiantes, incluso en algunos hasta se han llegado a colocar cintas amarillas que delimitan el paso.
Nada más atractivo para un niño o un adolescente que un letrero con la palabra alto, prohibido el paso. Lo interesante nos parece, es que el adulto sabe que el niño o adolescente ira hacía el lugar prohibido -sería una ingenuidad pensar lo contrario-, y sin embargo, cuando es atrapado infraganti, más allá de conocer el motivo de la visita, solamente es castigado, incluso en los niveles de la educación más elementales.
Al niño que curiosea, que busca algo que le ha llamado su atención, se le vigila y posteriormente se le castiga, sin que exista muchas veces, un espacio para escuchar qué tiene que decir al respecto de su falta, qué fue aquello que le ha llamado la atención.
En general, y a la larga, es mucho más caro mantener una dinámica de la vigilancia y la prohibición que concertar otro tipo de relación entre el niño y la escuela. Se gasta demasiado en medidas de prohibición y seguridad, en detrimento de la construcción de espacios para el favorecimiento de la libertad.
Se infiere que ante la falta de seguridad, se da una sustitución con medidas de elevado valor comercial.
En las escuelas por su parte, ante la falta de espacios para la recreación, para la contención de los niños en cuanto a su curiosidad, su deseo de saber, se responde con medidas cautelares como pueden ser los castigos a su libertad, mirados en el gasto que se hace en las instalaciones: rejas, alambrados, ¡muros!
Otra medida por el mismo estilo, se trata de dejarlos fuera de las aulas, en una especie de amonestación por lo cometido, donde al dejarlos fuera, además de perder la valiosa clase, y escuche usted la ironía, se pierden de la convivencia con sus compañeros.
Hemos escuchado respuestas condenatorias tan ilusas, tan llenas de ignorancia o de miedo por parte de los encargados de las escuelas que hasta provocan risa.
En alguna secundaria se les encontró a un par de alumnas, realizándose cortes en sus brazos, acción que ya se había conformado como una especie de moda epidémica en la escuela.
Al descubrirlas, fueron llevadas a la dirección, se les pidió que explicaran, pero en tono autoritario, y como no supieron responder lo que seguramente las autoridades quisieron escuchar, ¡fueron expulsadas por una semana!
Es decir, que además de que no se cuenta con espacios para la contención de los impulsos auto agresivos de las jóvenes en este caso, se les castiga, cuando en realidad, se trataría en su caso, de establecer que existe co-responsabilidad en las autoridades escolares, primero, por no saber cómo contener este tipo de manifestaciones sintomáticas, y en segundo lugar, por no tener al menos la idea de que si ya se están castigando a sí mismas, no resulta viable en ningún sentido volver a castigarlas.
Se trata de la misma historia que hemos escuchado: el niño que se cae, todavía es rematado por su madre, para completarlo, como dicen.
En la observancia de Foucault, establecemos que el castigo adviene, cuando ante los usos del cuerpo que hace el sujeto adscrito a alguna institución, el representante de la institución no sabe qué hacer con lo que vigila; es decir, el lenguaje del cuerpo.
Si el lenguaje del cuerpo en el niño, y sobre todo en el adolescente no es el esperado por el maestro, si éste se mueve más allá de lo normado, entonces se convoca la lógica del castigo. Se castigan cuerpos que no están en su lugar, cuerpos que se mueven, que curiosean; cuerpos que se cortan por amor o por desamor.
Les queda a los maestros saber que en el niño existe un deseo de saber, la curiosidad, y que ésta busca ser bien recibida, dirigida, sublimada hacía la cultura, que puede interpretarse como trabajo intelectual o artístico, como señalara Freud en El Malestar en la cultura (1930).
Cuando esa curiosidad no es aceptada, cuando se la rechaza y peor aún, se le reprime de manera violenta, y es algo que sabemos gracias a la clínica con jóvenes, el deseo de saber, de aprender, y por consiguiente de estar en la escuela, se ve fracturado, cuando no imposibilitado.
Si como sociedad no cuidamos la curiosidad del niño, en tanto uno de sus más preciados bienes, no podemos quejarnos después de tener jóvenes sin ganas de estudiar y trabajar.
A la curiosidad se le puede conducir, explotar para el beneficio del aprendizaje, y para eso se requieren maestros curiosos, que les guste jugar; en una palabra, que les haya sobrevivido el niño que llevan dentro, aún a pesar de la vida.