Me apresuro para ir a ver a la enferma. Subo a un camión y cruzo la ciudad de punta a punta. Pienso en el tiempo que se ralentiza de tanto que medito acerca de él: “Si respiras lento los segundos se retardan”, escuché en una película que vi la semana pasada. Entonces, para acelerar los minutos, jadeo como si estuviera asfixiándome. Una mujer a mi lado me pregunta si estoy bien. Le sonrío y asiento con la cabeza.
Bajo del camión y troto a lo largo de la calle. Llego a la casa. A pesar de la premura me percato de que la fachada es distinta a como la recordaba. Dudo. ¿Será el lugar correcto? Toco el timbre: qué puede suceder, que me digan que no es aquí y entonces tendré que buscar. Hago sonar el segundo timbrazo y un hombre abre la puerta. Tardo en reconocerlo hasta que con una voz cansada dice “hola, primo”. “¿Cómo estás?”, le digo sin importarme su respuesta y le entrego un envoltorio de galletas. Se asoma una mujer guapa. “¡Primo!”, dice con entusiasmo. Le doy un abrazo efusivo y siento cómo sus brazos apenas me aprietan un poco: pareciera que de repente le desconectaron el ánimo, que se le acabó toda la energía en una sola palabra.
“Llévale esto”, ordena mi primo a su hermana y le extiende el paquete, “pero rápido para que alcance a verlas”. No entiendo por qué tanta urgencia. Él se vuelve hacia mí y me dice que todo saldrá bien. Debe de haber notado mi nerviosismo. Es que ellos me han contagiado; se comportan extraño, apelan a una naturalidad falsa que me hace desconfiar y me pone alerta. En ese momento, improvisamente, me viene a la cabeza la idea de que no sé quién es la enferma: nadie me lo ha dicho. Supongo que se trata de mi tía: estoy a la puerta de su casa, quienes me reciben son sus hijos.
Intento trasponer la entrada, pero mi primo pone su cuerpo, discretamente, atajando mi paso. Siento rabia pero la aguanto. Tiemblan mis manos. “¿Qué me esconden?”, le pregunto tragándome las ganas de gritar. Al fondo veo a mi prima desesperada bajar las escaleras. Viene llorando. “Está muerta”, grita, “ya se murió”, y suelta un sollozo largo que desgarra el ambiente y lo deja suelto como un jirón de tela. Entro corriendo. Subo a prisa. Ellos vienen detrás de mí. Llego a un pasillo flanqueado por puertas de madera. Me dirijo hacia la única que se encuentra abierta. Apenas pongo un pie adentro una peste a alcohol se estampa en mi cara. El aire es denso y está enfermo y pastoso. Me da asco. Dejo de respirar y el tiempo también se detiene. Me acercó a la cama y miro envuelto en una sábana el cadáver de mi madre.
Semblanza:
Mario Sánchez Carbajal (Ciudad de México, 1983). Estudió el diplomado de creación literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem. Ha publicado cuento y poesía en revistas como Lenguaraz y Picnic. Fue becario del Fondo Nacional para la Culturas y las Artes, Jóvenes Creadores, en las áreas de novela y cuento. Trabaja como editor y corrector de estilo. Ganó el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2013, con el libro La línea de las metamorfosis (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013).