A Roma no le gustan los días fríos. No. No es igual a las otras ciudades europeas. Esta ciudad eterna necesita de calor para sobrevivir, para poder llevar la carga pesada que le dan los años de estar de pie.
El verano en Roma no es para todo el mundo, hay que saber llevarlo, hay que tratar de disfrutar de un calor mitad asfixiante y mitad infernal.
Yo, sentada en la misma banca todas las mañanas en el metro de Saxa Rubra, no sabía para dónde ir. En realidad lo único que me apetecía era un café bien frío, un croasán, o dos, quizás. Y terminar este libro con el que no puedo. Lo siento por Graham Greene, no puedo con tanta religión. Lo siento por la literatura pero no me apetece terminarlo, aunque nunca dejo un libro a la mitad, es una promesa, así terminé con Susan Sontag y Alice Munro. Fue un final poco amistoso, nada prometedor. Te termino y te dejo ahí, en el olvido.
Me dediqué a hojear este libro, a mirarlo por la derecha, por abajo, por atrás, a buscar fragmentos, a dibujarle números, a colarle estampas. A olerlo.
Y llegó este hombre-intruso, se sentó junto a mí con un olor a tabaco inconfundible: Marlboro light –¿me invitas uno?– pensé, pero no me atreví a pedírselo. Él trataba de mirar el título de mi obra y yo hacía malabares para que jamás lo viera. No me gusta que la gente sepa qué leo, es como una amenaza, casi, casi una violación.
–El día de –alcancé a escucharle, su voz era muy suave.
–Perdón –quería que me repitiera lo que creí que había escuchado y, por supuesto, no había entendido o no lo había querido hacer.
El hombre joven continuó sentado y sacó un cuaderno azul, comenzó a hacer unos cálculos que no alcancé a ver bien. Calculaba fechas, años y números, muchísimos números pero ninguno sobrepasaba al 31.
–Si la literatura fuese en verdad un oasis de paz, entonces no estaríamos aquí haciendo estos cálculos. Si fuese una especie de salida de la realidad entonces yo no estaría aquí hablando contigo –era una mezcla de profeta moderno y loco drogata del metro.
No sabía qué contestar, no entendía nada de lo que me decía, pero, de repente, como un impulso interior me salió la siguiente respuesta.
–He disfrutado con Virginia Wolf. Con Hemingway, ¡cómo no! Con Vargas Llosa y últimamente con Bolaño. Pero hay obras con las que no sé qué hacer.
–Calma, mujer, no te queda mucho, es cuestión de saborear –me dijo.
–Oiga, ¿usted me habla del croasán que estoy deseando comer?
–Te hablo del cálculo que llevo haciendo, del placer de vivir
Y entonces callé por un momento. Supongo que fueron segundos, pero fue ese silencio incómodo que lo vives tantas veces.
–Voy al sur. Necesito regresar al sur– le dije.
–Ahí está la respuesta, ahí está tu rumbo: el sur –Volvió a coger su cuaderno y apuntó nuevamente, pero esta vez parece que salió la respuesta y dijo, en un tono más fuerte: jueves1.
Con ese uno en la boca yo estaba presenciando mi muerte. Mi entierro llevaba consigo una vida bien vivida. Los jueves aunque no habían sido mis días favoritos los había disfrutado: la primera vez que leí a García Márquez, mi primera vez en una discoteca, el primer día que encontré una mancha del tamaño de un guisante rojo intenso entre mis calzones. No. No se lleven este cuerpo aún con vida.
¿Era acaso un sueño, una especie de pesadilla real?, yo no quería presenciar el día de mi muerte. Soy capaz de cambiar de gustos con tal de no verme sin vida. Puedo verme sin dinero, sin comida, sin café pero no me veo sin mi vida.
Ahí estaba mi cuerpo, vacío, frío y casi tan plano como el cajón que lo hospedaba. ¡Pero si soy un saco de mierda! Necesito levantarme, tomar el café frío en el sur o, por lo menos, en una estación más al sur, quizás en Lanuvio.
No he comido el croasán, hoy quería dos. ¿Me puedo levantar un momento?, me da tiempo a volver al sur.
Quizás pueda volver a mi habitación de estudiante, coger mi maleta, llenarla de libros, las tres fotografías que tengo, el crucifijo que me dieron antes de partir y la cajetilla de cigarros a la que le quedan solo tres solitarios pitillos.
Mis pies estaban tan fríos, mi mente en blanco, mis ojos hinchados, los calzones que llevaba hoy no tenían mancha alguna. La cartera no estaba en mi bolsillo, el celular sonaba en otro sitio. Por favor, contesten mi teléfono, alcáncenmelo.
No pude levantar mi pulgar izquierdo. No pude cambiarme esta playera azul que no me gusta y ponerme la verde que me fascina.
El sur se hacía cada vez más distante, más lejano. Mi bolso, me pregunté, lo busqué por todo lado. Soy algo descuidada con las cosas importantes, ahí estaba mi única tarjeta que me servía de sustento en este norte que se me hacía cada vez más eterno.
De pronto me di cuenta que se hacía tarde. Que aunque no tenía una cita concreta, debía ir para algún lado. Le pregunté al hombre de mi lado la hora. –La una en punto– me dijo, con un marcado acento siciliano.
–¿Me puede invitar un cigarrillo? –me atreví a decirle.
Después tomé el libro que llevaba en las manos, guardé mi cigarro. Entré al bar más cercano, bebí un café y comí dos croasánes. Encendí mi único cigarrillo y con la otra mano sostuve a Greene.
Mirando al sur, siempre al sur, susurré, casi en silencio: a Roma no le gustan los días fríos.