Sábado, 20 de agosto de 2022
Aparcamos en la avenida Alicante, frente al carrer de la Llibertad. Buscábamos el carrer Major. El Hotel Chamarel está al final de la calle. Era pronto. Llegábamos pronto por si no había aparcamiento. Así que nos fuimos paseando. Había poca gente por la calle, y nos temimos lo peor.
Lo peor es organizar un encuentro literario y que no vaya casi nadie. Hay que pensar en el trabajo que supone. La librería Publics prepara un cartel, publicita el evento, pide un montón de libros y luego lleva ese montón de libros, que pesan un montón, al lugar del encuentro. Esperando, claro está, a un montón de gente. Esperando, también, que la charla no sea un tostón.
Son tantas las cosas que pueden salir mal. O regular, que para el caso es lo mismo. Que todo salga perfecto ―o casi― es algo que ocurre muy pocas veces si el azar no está de nuestra parte. Y esas veces en que todo sale perfecto, sale mal si los resultados no acompañan. No solo hay que hacerlo bien sino que además es indispensable que salga bien. Así pues, esa tarde no teníamos nada garantizado.
Imaginemos lo que tantas veces ocurre. Que viene poca gente. Que los autores firman pocos libros. Que hasta la charla se queda en poca cosa. En todo esto pensaba mientras recorríamos parsimoniosamente el carrer Major. No estaba nervioso. Estaba resignado. Prefería pensar que no iba a venir casi nadie. Diez o doce incondicionales. O sea, intentaba aceptar el posible desastre para que, si se daba, no me pillara desprevenido.
El Hotel Chamarel me cautivó en el acto. El sitio tiene magia. Entras y ya eres otro. Esther Mallol estaba en el patio preparando los libros. Al rato llegaron Belén Gopegui y Constantino Bértolo. Como aún faltaba media hora larga para el inicio de la charla, nos fuimos al Salón Isabelino a charlar en privado antes de charlar en público.
Y allí estábamos cuando empezó a llegar la gente. Después de media hora de charla, a mí ya me daba igual si venía alguien o si nos quedábamos solos. A Constantino era la segunda vez que lo veía, y a Belén no la conocía personalmente. Encontrarme con ellos, encontrarnos con ellos ―Marleen estaba conmigo― y que los cuatro nos encontráramos bien, ya era mucho, y, la verdad, yo por lo menos, estaba tan a gusto charlando con ellos en el Salón Isabelino que me fastidió un poco tener que pasar a lo público.
Allí estábamos, y no dejaba de entrar gente. Gente y más gente. Aquello era un río de gente. Viva la gente, cantaban cuando yo era un crío. Recuerdo que llegó Esther cuando aún no eran las ocho, diciendo que el patio estaba atiborrado y que había que empezar ya.
Me había preparado a conciencia, llevaba meses leyendo a Gopegui y a Bértolo, solo a ellos, incluso había compuesto un cuaderno con doce reseñas breves que repartimos entre el público, estaba, repito, preparado, me sabía la lección y además tenía una chuleta-guía, pero todo eso no hubiera servido para nada sin público, pues por muy bien que hagas las cosas, si la cosa sale mal ―poco público, poca venta, pocas firmas―, sale mal, y ese resultado es lo único que cuenta en estas cuentas de resultados que nos hemos inventado.
Pero salió mejor que bien. Un encuentro memorable. Habrá artículo, dije, y aquí estoy, escribiéndolo. Algunas personas tuvieron que sentarse en el suelo. Les cedimos unos cojines. Pensé en los años setenta. Solo faltaban las flores en el pelo, los pantalones acampanados, por lo demás, todo igual, paz y amor, propuestas, diálogo, literatura en el aire, como si el Art Boutique Hotel Chamarel fuera una máquina del tiempo, como si el tándem Publics-Chamarel fuera ese invento inesperado que los letraheridos de la Costa Blanca esperábamos sin saberlo, como si por fin se hubiera cumplido esa promesa jamás pronunciada con la que a veces sueñan los soñadores.