Durante los últimos ocho meses tuve el gusto de trabajar como uno de los organizadores de un festival de literatura. Esto ha sido una experiencia estrepitosa debido a muchas a razones, pero hay una que es la más importante: para saberla le invito a deslizar su dedo sobre la pantalla de su smartphone para verificar mi edad. Estos meses de trabajo han sido un diluvio de experiencias, meses llenos de un sentimiento de embriaguez. Todo el trabajo me llevó a replantearme una pregunta: ¿por qué creo en la literatura?
No tuve una respuesta en el momento y no creo tenerla ahora. A la literatura le debo mi infelicidad, ha fecundado mi mente, mi sangre y ha germinado mi carne con nada más que anhelos. Buscar llenar una ciudad de literatura, sobre todo en un país tan enfermo como Guatemala, parece ser un sueño necesario.
Durante todo el festival tuve el gusto de trabajar con varios de los mejores escritores y gestores culturales del país. También he tenido el placer de cenar, conversar y reír con los pilares de la literatura guatemalteca contemporánea. Verlos, escucharlos, recibir un golpeteo en la espalda, ese gesto tan paternal que declara una complicidad y una amistad por un fin anónimo. Cada uno de esos momentos, efímeros como un paisaje que se asoma al caer en un sueño, me obligaron a replantearme mis objetivos como escritor y mi compromiso con la literatura.
La literatura tiene el efecto mágico, casi como si fuese una niebla embrujada, de fabricar utopías. Los personajes de Rulfo le dan una autenticidad artificial al campesino mexicano, así como lo hizo Luis Cardoza y Aragón en Guatemala, las líneas de su mano, creando frente a mis ojos una Guatemala que nunca he visto. Dicha colección de ensayos fue mi primer libro de Cardoza y Aragón, escritor con el que comparto el haber vivido en la misma ciudad: Antigua Guatemala.
El escritor es un experto en mentir, mientras se la pasa dibujando, como una catástrofe inevitable, un universo en su pupila. Yo quiero llegar a creer en mis mentiras, quiero verme envuelto, fecundado y enterrado en la laguna interminable de mi pupila.
La necedad de querer reinventar todo llega a escaparse del ordenador (no dije papel para no sonar anticuado) y, por la fuerza, se busca reconstruir el mundo. Durante lo que va del festival de literatura hemos tomando las calles plagándolas de personajes, variables y perfectos, como nubes blancas. Se logró que el aire se olvidara de su naturaleza invisible mutando en una incansable metralleta de palabras.
Hemos salido a las calles a leer poesía, tomando cada rincón como la lava de un volcán embravecido. El tiempo pasa y el festival se va apagando, sabemos qué hacemos y qué queremos lograr, pero el porqué, esa pregunta con patas de mancuspia, no desvela una respuesta clara; esta se esconde en nuestra vitalidad.
Encontrarse con la literatura, con esa estructura orgánica del idioma, con la violenta corriente de sueños abortados, es comprar un boleto de ida al lugar del no retorno. La literatura es un taller humanitario, nos presenta a la historia y al hombre con una autenticidad genuina y empática. A la literatura le debo mi infelicidad, es cierto, pero también le debo la construcción de un corazón que busca, por alguna razón desconocida, que en todos lados algo palpite y que todo viva.