En el asunto del llamado lenguaje incluyente, la política se ha metido con la gramática en varios idiomas, buscando eliminar lo que se considera usos de la palabra discriminatorios y por tanto socialmente injustos. Si se tratara de una lucha entre dos, veríamos que por la esquina de la política suben la justicia y la igualdad, mientras que la gramática recibe apoyo de la discriminación.
Muchos ovacionan desde las gradas a las dos primeras; solo el sector académico a la segunda, con cartulinas de “primera acepción”. “Seleccionar excluyendo”, dice el Diccionario de la lengua de la Real Academia Española, pero la porra política lee “considerar inferior”. El lenguaje está cubierto por una piel resbaladiza incluso para manos académicas: tenemos más cabellos que dientes, pero nos cortamos el cabello y nos cepillamos los dientes. Un corte de pelos puede significar algo muy diferente de confiar nuestros apéndices capilares a un estilista. Hay más de una cinta métrica para medir las palabras; además, la política no tiene ojos más que para sus obsesiones y olvida que escoger constituye una actividad cotidiana.
Tomamos decisiones desde que abrimos los ojos: ¿sigo durmiendo o me levanto?, ¿la camisa de cuadros o la de rayas? Discriminamos, en la primera acepción del verbo, cuando tenemos oportunidad de hacerlo. El uso de uniforme escolar o de trabajo nos ahorra decidir cómo vestirnos. Un presupuesto magro nos obliga a la misma dieta toda la semana. Estar casados nos condena a la monogamia. A menos que decidamos romper el protocolo de la vestimenta, un buen amigo nos invite a comer o una amiga más bondadosa aún a pernoctar juntos.
Desafortunadamente, un mundo harto de las grandes diferencias que nos afligen clama por abolirlas, emparejar el piso para todo el mundo. Una de esas diferencias impide nombrar explícitamente a las mujeres. Gramaticalmente, están implícitas en el plural masculino, condición inaceptable desde su punto de vista. Muchos nos sentimos agraviados por las exclusividades de todo tipo. Todos queremos el poder de la palabra. De ahí el gran arrastre de la política incluyente.
Pero incluso en los combates más violentos hay límites; aunque las luchadoras vuelan fuera del cuadrilátero, las reglas dicen que se debe someter a la contendiente sobre la lona y no en los pasillos de la arena. Y lo resbaladizo del lenguaje propicia accidentes no deseados. Por tanto, conviene delimitar el problema, como dicen los académicos. Poner en claro de qué estamos hablando, como en cualquier conversación, para evitar malentendidos y saber si nos estamos entendiendo.
Hay terrenos donde lo incluyente tiene fines comerciales. Los pantalones de mezclilla confeccionados con roturas pueden servir de ejemplo. Nuestros padres se burlarían de esta moda, que parece tomar en cuenta a quienes usamos estas prendas hasta que se deshilachan, aunque termine cubriendo cuerpos de consumidores con más poder de compra que uno.
Y ya que aparece el tema de la moda, también aquí cambian las reglas gramaticales, como las que prescriben las combinaciones de color. Las revistas que leía mi madre desaconsejaban combinar azul y café. Y así se hizo hasta que alguien decidió romper esa regla. Ahora nadie teme correr el riesgo de parecer intelectual o despistado, como podía leerse en Buenhogar o Vanidades, aunque no pertenezca a ninguna de esas categorías. Lo hacemos porque podemos hacerlo.
El mercado se ha abierto a todos los consumidores, en busca de nichos que pretenden corresponder al surgimiento de nuevos sectores socioeconómicos, ávidos de satisfactores para necesidades reales o imaginarias. En este punto resulta fácil confundir consumidores con ciudadanos, en detrimento de la claridad conceptual y para beneficio de los mercaderes, felices con la turbulencia de las aguas que corren.
Y a propósito de flujos, los consumidores tienen más derechos que los ciudadanos, como indica la facilidad con que las mercancías atraviesan todo tipo de fronteras. En contraste, las personas tienen que cruzar diversas barreras, incluyendo las de la discriminación.
Sin embargo, hay un punto donde gramática y política se abrazan en lugar de luchar, desde antes que alguien forjara el mantra de abrazos y no balazos. El uso termina por imponer las reglas. Hasta los académicos reconocen que las maneras de hablar se convierten en reglas, por más erradas que estén.
Basada en ese principio, la RAE acepta conjugar el verbo “hacer” en segunda persona del singular y modo imperativo como “haz” y “hacé”, porque así hablan los argentinos. De igual manera, la política en el poder termina por mandar al cuerno las leyes cuando las considera injustas, mientras persigue a los opositores blandiéndolas cual Tizona contra infieles.
Por tanto, cabe concluir que la pretendida lucha entre estas señoras tiene más de espectáculo que de verdadera contienda. Y como a las fornidas estrellas del pugilato, artistas antes que atletas, podemos aplaudir o abuchear a la gramática y la política.