Poemas de Adán Echeverría

Jaguar

(Panthera onca)

 

¿Qué sentido puede tener la selva si el jaguar no la recorre?

Miedo de encontrarse al acecho. Ser presa indeterminada.

El viento trae los olores de la sangre

hasta enarbolar rugidos en el eco de las calles vegetales.

Giran las hojas de los ficus

atrapando la sensual sombra de este dios de ámbar.

Hay que buscar en la agonía del venado

esa furia que desprende en la carrera.

Persecución de muerte sobre el cuello:

líquido jaguar de la memoria.

En el malestar de los cenotes,

la verde duermevela extiende sus finos pasos por las enramadas:

jaguar sin destino de quimera.

Y ese dios que nos asiste,

tuerce la cola pero no desespera sobre las ramas del cedro,

reposando la violencia del enigma se transformó en piedra.

En el artesanal jade se ha establecido el destino de su historia,

y caerá la estrella de su época hasta la oscuridad abierta del cenote.

Enmohecido silencio, dactilar presencia:

el jaguar camina arrastrando sombras.

Levanta la vista,

trepa el orgullo hasta la despedida de la lluvia…,

¿y las garras?, imploración de sangre herbívora.

 

 

Yaguarundi

(Herpailurus yagouarondi)

 

Antes que la noche quiebre las estrellas en el horizonte,

cuando el viento aleje la sensación de odio

y nazca de la aurora el vaticinio de ser explorado

por el ojo de vidrio de los sapos.

Mucho antes que los carrizales pidan auxilio al aire

y siembre luz el sol en la sabana

el yaguarundi retornará los pasos

hasta la yugular del equilibrio.

Desenvolver silencio de los prados.

La ruina de la carne que deshebra

el misterio de transmutar energía.

Oscuro corredor nocturno

remolino de ausencia impregnando deseos

indócil pestañar de la laguna:

el yaguarundi, en el remanso del cenote

acecha.

Piel antigua separando madrugadas.

Piernas acortadas

hacia la carrera ágil de la sombra

que descuelga sus mordidas.

Sigilosa presencia de amarillos ojos.

Tatuado en el depredar de la memoria que surge

de la planicie vasta, el yaguarundi permanece atrapado

en la esencia primigenia de las ceibas.

 

 

Mono aullador

(Alouatta pigra)

 

Esperar los dientes de sol sobre la heladez de la ventisca. Latente angustia al despuntar amaneceres. Ellos permanecen colgados en el deterioro de los cedros, arrimados unos contra otros, inaugurando partituras estridentes.

Empecinados en conquistar la solemne presencia del círculo anaranjado en el horizonte, los aulladores vierten alaridos a la muchedumbre de pájaros.

Estos monos se pasean por las ramas arañando el vértigo. Silencian los costados de la muerte que desgarra los cedros, donde atisban la creciente luz, contemplando las fauces de sus depredadores que esperan su descenso a beber agua. Los aulladores agitan la furia de sus hocicos mientras intentan someter el remolino que crece en la oscuridad de su garganta.

 

 

Foca monje

(Monachus tropicalis)

 

Se consumió la sal.

Derrotado, el océano se tragó tu historia.

Se han colgado en la memoria los silencios de angustia:

naufragar, con los milagros, la existencia.

El devenir del tiempo consume traumas y se alejan las olas y la transparencia.

Siglos ha que retozabas sobre las playas vacías de los litorales.

Hasta que el europeo colonialista (proclamador de muerte)

comprendió la belleza de tu piel impermeable.

 

Hablan las bitácoras de los barcos:

— Era imposible acercarse a playa alguna en esta Península de Yucatán. La contaminación del aire resultaba insoportable. Los cadáveres de las focas monje, esparcidos en la arena, espectáculo apocalíptico dibujado en nuestras costas.