La costilla de Dios:
Cómo pude elegir habitar el mundo,
adentrarme como la guadaña al maizal que perturba
y hace de la forma una involuta respiración
exhalada por el tiempo de tus manos.
Digo,
qué hay de preciado en encender la llama,
alimentarla
hasta verla arrasar lo ya conocido;
invocar después, desde un débil aullido,
la protección de la Luna,
ese disco nupcial que separa los días de abundancia.
Pude
roer la madera como la plaga,
extender la fisura y que la luz la atraviese
iluminando todos los bosques de esta tierra,
hacer que pase por su ojo
como otro camello inventado
por la leyenda de los hombres
zigzaguear el vuelo
que se dobla hasta partirse,
o enmarañar los perfumes de la siesta
hasta sentir el instinto cazador
buscando sobre el prado
el exacto perfume de su presa.
Permanecer en su hambre hasta saciarme.
Pero elegí habitar lo incierto,
aventurar lo impreciso,
el impulso de buscar y ser buscado.
Tejer la piel desde tus dedos;
sentir la herida, palpitante, furiosa
que impulsa a vivir.
Despertar después
de haber respondido a tu llamado,
a la orilla de un cuerpo,
sosteniendo otro cuerpo que no es mío.
Que nadie diga nunca
que habité esta tierra
de seres que crecen como el polen,
sin memoria
de haber sido la causa
que extiende la vida.