Herzog, hombre nuevo
Herzog frente al paisaje, como el caminante sobre la niebla, se reconoce en sus montañas, intuye que están hechos de la misma materia. Árboles, nubes y mares le sonríen fraternos, y él no sabe de dónde brota su pena.
Monta la cámara, conjura el milagro, hasta que el agua orada su carne, y desdibuja el umbral de sus percepciones. El alma del paisaje penetra en su propia alma, desciende alturas más inciertas que la noche, mucho más hondas que el sueño, trazando un paisaje interior que lo refleja. Hace rodar la polea del celuloide cual chamán sus espuelas de plata.
Erguido en el páramo, Herzog como un tótem, rasga las vestiduras de su nombre, y mide el paso del sol con la envergadura de su propia sombra. Sabe que fallece poco a poco, desde que nació es un río sin destino, no hace pie en ninguna rivera, es como un viento marino que modela las cumbres erizadas.
Todo en Herzog manifiesta su realeza de piedra preciosa y espejismo. Siente un pulso verde ardiendo, la ciudad como una roca refinada, una cueva para criar sin intemperie. Abierto el corazón cultiva sus amores en un barco que remonta una montaña -blancas campanas de cielo-, y la mirada ya no distingue donde acaba la postal humana y comienza el desfile natural de la arboleda.
La piel es una costra de piedra, los ojos hablan la lengua de Dios, el universo entero de pronto palpita en sus sienes indias. Con sabor a sal suda estrellas, grita una melancolía de pájaro, se desploma en la tierra herida meditando con palabras vacías, inútiles para nombrar el horror o la belleza más allá del mismo.
Las imágenes se le chorrean de la boca, revolotean como pájaros al viento, y arde un silencio antiguo con rumor de grillos azules. El paisaje se apodera de su pecho, ya no es una isla en el océano, ya no es su corazón el que palpita, ya no reconoce sus manos contra el mundo.
Descansa en sus visiones, al fin toca sin sus dedos, ve sin sus ojos, sabe sin sus labios. Herzog, hombre nuevo, ríe como un volcán sobre los palacios del tiempo.