TENGO VERSOS que conservo
envueltos en papel de plata,
envueltos allí donde los escribí.
Versos golosos algunos,
agrios otros o echados en salmuera
una parva de ellos.
Versos en los que me vacié,
o me corrí, o me rebelé
como en un octubre bien peleado
y que deberían de llevar un cartel
que advierta que se vende ruina a buen precio.
Cuando llego receptivo a la percepción,
sensible a los recuerdos,
mimoso con la nostalgia
y con el ojo cagado
y la realidad traspuesta,
los escucho horasquear desde su ataúd
eventual y tiznado,
y unas veces laten pausados y emocionales
como el Aranjuez de Rodrigo
acariciado por una guitarra eléctrica
limpia y sin distorsión
y otras roznan y berrean
arrabaleros y punkarras
como un poema querendón del Félix
recitado en pleno subidón de anfetaminas.
Versos tóxicos o puros,
apocalípticos o lujuriosos,
retorcidos como mondongos de tripas
reventadas y empercudidas
o directos como una ostia a viva rabia.
Versos… o lo que quiera que sean,
que si por casualidad
alguna vez llegan a ver la luz
y se mezclan, confunden, trastocan y difuminan
por aires, labios y llamas,
más que verbos hechos carne
serán espinazos de sentimientos
puntuales y bravíos
secándose bajo un sol
empalmado y sádico
como de aquí del terreno
en mitad de un baldío
donde juegan las moscas a pasar hambre.