Hijos del agobio
Dormidos al tiempo y al amor
un largo camino y sin ilusión
que hay que recorrer,
que hay que maldecir,
hijos del agobio y del dolor.
Jesús de la Rosa
Un día pregunté qué fue de Juan
y mi viejo profesor sabía que el caballo
había corrido muy deprisa,
también Miguel y Jordi.
En mi calle se escuchaban aullidos de selva,
de primates lisérgicos, de jeringuillas en los rincones,
escondidas entre los orines y las bolsas de basura
que nunca se llevó el camión.
Qué más daba sólo era un barrio obrero,
de jodidos hijos del agobio, de parados,
de padres alcohólicos e hijos drogadictos,
de camellos, que antes fueron cobayas,
de cobayas que nacieron limpios,
dorados en días con Sol,
de amapolas en los descampados,
de espigas de trigo como oro en la montaña,
donde las parejas jugaban al despiste
y las bandas atracaban con la correa,
donde las escuelas eran barracones,
las iglesias asambleas revolucionarias
y el autobús una forma de huir al paraíso,
más allá del río, donde sólo una línea hacía el recorrido
entre las paradas del centro y del gran comercio,
donde un día un atentado se llevó al arquitecto
de lo que era un Plan nuevo.
Entonces despertamos de la profunda levedad del ser,
de las lánguidas tardes de cineclub de arte y ensayo,
de cien pesetas para el fin de semana
y de la cerveza con bravas en el bar de Cristo,
donde de reojo mirábamos a sus hijas,
que miraban a aquellos que saltaban vallas,
que pudiendo ser Einstein prefirieron ser cerebros
de trapicheo y financieros del conteo de gramos,
entre las podredumbres y las vomiteras de la frontera,
donde sin embargo nacieron flores: claveles y girasoles.
Quién quería ser Rockefeller,
si la noche los gritos y el espanto
conducían a las huellas de Poe
y debajo de las ventanas el grupo de palmeros
hacia ritmos cadentes, decadentes,
para acompañar a los Chichos,
y a lo lejos Ramoncín en una noche de verano
y litros de alcohol, escondía el punk y la chincheta.
Que detrás de las fábricas aprendías el sexo,
el porno de papel y el sabor de aquellos húmedos labios
que vinieron a salvarte del precipicio.
Ilusión fugaz que convertía a plebeyos en príncipes
y a las princesas en Mata Haris.
Puertas que se abrían para aullarte mientras dormías,
cuando venían de hacer un Chuck Norris o de Vietnam,
que escupieron la rabia, la bilis y su pasado
para joder el presente.
Los que se creyeron amos del destino
de los otros, que derrumbaron más que construyeron,
que con una estrella en la mano nunca fueron héroes
aunque reescribieran su historia,
aunque releyeran a los guerrilleros
de Sierra Maestra, barbudos al fin y al cabo,
que llenaron los estantes de libros de misterios,
de paraísos perdidos, de civilizaciones desaparecidas,
que fueron empujados a beber del cáliz de la salvaje vida,
que iluminaron aceras del carrer de Carretas
o del Conde del Asalto,
que condujeron a marquesas, a duendes y a vampiros
a los escenarios del terror,
que escondieron en los armarios, armas, cuchillos y el pasado.
Aquellos que fueron sorprendidos por el latido inconstante
de la vida, donde marchitaban sueños, esperanzas
y las grandes ilusiones,
que se convirtieron en terremotos de escala de Richter,
en los parques donde se regaban
las tumbas anónimas y los panteones conocidos,
que emprendieron viajes a Oriente y a Occidente,
que se bebieron el elixir del desamor
y acabaron muriendo mil veces,
para resucitar al día siguiente,
que se comieron el corazón, el deseo, la sensibilidad,
que llenaron de noche las paredes para que el amanecer
no reflejara la imperfección,
que abandonaron a su suerte a las ánimas del purgatorio
para subir los peldaños que llevaban a la cara oculta de la luna,
que entre Nirvanas y Agujeros Negros,
visitaron los templos de los Ángeles del Infierno
y bailaron o eso creían los ritmos de Kurt y de Cobain,
que bajaron las escaleras hacía el cielo y el infierno,
que vieron a las sombras canibalizar
la oscuridad en los callejones,
donde fueron amontonando sus cuerpos,
escribiendo letra tras letra en versos que nadie leía,
que fueron presos de las miradas
penetrantes que les cautivaron,
por la que vendieron el alma al diablo,
que conocieron el silencio permanente
así como el desconocido,
que creyeron ser Chamanes de tribus esquimales
que creyeron cabalgar a lomos
de la espina dorsal de la vía láctea en desiertos lejanos,
que susurraron tu nombre mientras dormían,
que aullaron en la tundra
y fueron santos de carretera,
bandidos de leyenda con cruz y flores,
adorados en las villas miseria y en los vertederos,
en los restaurantes de comida rápida del Altiplano,
en las avenidas de Harlem, en los murales de Belfast
en los adoquines de la Rosa de Foc,
que nacieron en la Semana Trágica
para morir el Día del Trabajo,
que participaron en revueltas, colgando pancartas
en las paredes de las multinacionales,
que escucharon la lluvia fina calando los zapatos,
que huyeron una y mil veces
para buscar respuestas a preguntas sin interrogante,
que esperaron al viento que debía traerlas
hasta que vieron que sólo cantaba en los templos sagrados,
que edificaron casas de paja donde sopló Eolo,
que se escondieron tras las rejas para ver el vudú,
que tallaron ídolos de barro, que fueron desahuciados,
que siguieron soñando con auroras boreales
que entregaron poemas e instantes en las calles
de la maldita ciudad, de monumentos a la soberbia
y de fosas para la memoria,
que fueron expulsados de los jardines del bien y del mal
aquellos donde quisieron plantar raíces
y regaron con agua de glaciar,
que escribieron si esto es sólo un hombre,
y no sabían cómo era un árbol,
los libros rojos, los cuadernos grises,
que dejaron que las tinieblas fueran el horror,
que en los tristes trópicos
y en los trópicos de Cáncer y de Capricornio
entregaron las venas abiertas,
que murieron en la Moneda y se salvaron en Lacandona,
que quisieron escapar tras los pasos de Marco Polo,
que contaron las piedras de la última intifada,
que cantaron tu rostro con José Afonso
que se dejaron llevar por tangos, sones y fados,
que fueron calaveras antes que diablitos,
que buscaron amaneceres
y sólo encontraron eclipses.