Poema de Alejandro Baca

Estación olvido

A Laurita

 

Primera estación: El canto de Nabu

 

Abandona el barco, me dijiste, y las olas, y la lluvia, y las costas, y las estrellas australes y marinas se hicieron uno contra las piedras que guardaban los desfiladeros. Entonces un martillo cayó del cielo. Entonces los mares se congelaron. Entonces el cielo se pintó de blanco o nuestras pupilas perdieron el pigmento de los hipocampos, y el rumbo de los mares se hizo un sendero constelado en volutas de vaho. Quizá por eso me pediste con la boca llena de musgo que saltara del barco. Que arrojara los remos y caminara bajo las olas. Porque los mares se habían desvanecido ante nuestros ojos. Porque la constelación líquida de Acuario estaba constituida por fluidos seminales. Constituida como una federación celeste donde las aves construyeron un capitolio y un parlamento. Donde las aves rapaces servían al vuelo de las golondrinas. Porque el mar se había desvanecido y crecía musgo sobre nuestras manos.

 

Segunda estación: El canto de Inanna

 

Entonces, con una bazuca cargada de helio, disparaste contra las Torres. Aquellas Torres de cristal templado que edificamos sobre nuestros templos. Disparaste, y las Torres cayeron sobre su propio reflejo, y el estallido fue el grito de la banshee. Esa fue la vez primera que escuchaba el grito de la banshee, y mis oídos se despostillaron tan lentamente que no tuve el valor de escuchar otra cosa que no hablara sobre el amor. Y así fue como quedé sordo en un mundo que no paraba de palpitar. Tú, tú pintaste tus labios de verde y no volviste a pronunciar nada que no estuviera en el lenguaje de los bosques. Y cada que un ciprés o un abeto o un fresno caía, tú reproducías el sonido con tu boca y el mundo olvidó el sonido del silencio.

 

Tercera estación: El Monte Areópago

 

Sobre los cristales nacieron crisantemos, y en los crisantemos se hospedaron las orugas del color del viento. Tú, con los labios pintados de verde, aprendiste los cantos de Mitra, y desde entonces ibas de aquí para allá murmurando. Murmurando y murmurando. Para entonces ya me había enamorado de la lumbre que expedías de entre tus piernas y tenía la lengua llagada de tanto pronunciarte. Una tarde, antes que el sol incendiase los campos de crisantemos, pudimos ver la migración de las orugas. Mares de viento que se arrastraban hacia las grietas del Monte Areópago. Una oruga se coló por la hendidura de mis labios y en mi lengua llagada formó su crisálida.

 

Tercera estación: El Kouros

 

Ina pukki, ina pukki, tú cantabas. Mientras, los arrecifes como obeliscos gigantescos coordinaban el alumbrar de las estrellas y en un estrobo lapidante veíamos languidecer la noche y los relámpagos, y las parvadas, y las auroras boreales que se filtraban dentro de nosotros. Y, cuando digo nosotros, hablo de ti, hablo de mí, hablo de los mares de viento que para entonces habían conformado un dique. Un dique de crisálidas como bosques.

 

Cuarta estación: El canto de Baal

 

En esos tiempos gustaba de arrojar piedras a lo más profundo de los precipicios, como si con cada piedra pudiese construir un camino que trajera de vuelta a las criaturas y a los corales marinos. Como si las piedras fueran el mármol donde conjurar las palabras y las cosas. Como si las piedras fuesen semillas de las que un día brotarán castillos, y mezquitas, y catedrales, y las Torres de espejo que habías derribado con tu bazuca cargada de helio. En esos tiempos, la crisálida en mi lengua se había roto, y cada que pronunciaba una palabra un borbotón de sangre luminoso escurría de entre mis dientes.

 

Quinta estación: El canto de Dagón

 

C’est mon aïeul Bélus ou mon père Dagon, me decías, con tus labios pintados de verde. J’ai parfois de Caïn l’implacable rougeur!, te respondía, y un borbotón de sangre luminosa brotaba de entre mis dientes. Entonces ambos ruborizábamos, y tú cantabas con la lengua muerta y yo arrojaba piedras al más profundo de los precipicios. Que para entonces ya era una ciénaga donde depositar las cicatrices.

 

Sexta estación: Estación olvido o el Canto de Orco

 

Fue entonces que el dique de crisálidas luminosas, que habían construido las orugas como mares de viento, se quebró. Fue entonces que vimos olas y olas de langostas. Treinta millones de millones de langostas que ennegrecían el cielo con el zumbido de sus alas. Esa fue la vez segunda que pude escuchar el grito de la banshee. Fue entonces que la lengua de la banshee se coló por la hendidura de mis labios y conocí el grávido sabor del olvido. Fue entonces que comprendí por qué las aves se habían marchado y por qué tú me dijiste que abandonara el barco. Porque el mar se había desvanecido y crecía musgo sobre nuestras manos.

 

Séptima estación: Recuerdo recobrado

 

 

Lo primero que recuerdo fue el grito de las cacerolas cuando,

por un descuido, las olas que brotaban desde el grifo se estrellaba

contra los arrecifes de cristal, y la arquitectura del océano se derrumbaba.

Yo, que nunca supe la diferencia entre los espejos y los cristales, me preguntaba

si el grifo de la cocina se conectaba con el filo de los mares,

y, cada que giraba la perilla,

una sirena soplaba.

 

 

Semblanza:

Alejandro Baca (Estado de México, 1990) es editor, crítico y poeta. Coeditor de Cuadrivio Ediciones y forma parte del consejo editorial de la revista Ritmo de UNAM. Ha publicado poesía y crítica literaria en periódicos y revistas comoPunto en LíneaPeriódico de PoesíaCírculo de poesía, Suplemento cultural Laberinto, entre otras. Ha sido publicado en las antologías de poesía nacionales e internacionales. Publicó el poemario Apertura del cielo en Editorial Naveluz.