Mi celular no para de replicar. Sí, coloqué el “no molestar”; sí, se encuentra en silencio y pese a ello no para de vibrar sólo porque el último mensaje de texto entrante, no lo he mirado. ¿En qué momento me asumí servidora de este artefacto? En la era tecnológica en la que nos desenvolvemos, resulta fácil tener la información al alcance; de hecho es casi tarea obligatoria el investigar los antecedentes o noticias de la persona que acaba de sernos presentada.
Nos hemos habituado a esta cultura del voyeurismo exhibicionista. De antemano sabemos que somos mirados, de que alguien investigará algo de nosotros, de que mucho antes de decir “un gusto, me llamo…”, nuestro interlocutor o interlocutora sabrá nuestro nombre y nos hablará de nuestros propios intereses que, claro, ha mirado en la web. La pregunta aquí sería ¿deseamos que así sea? O, ¿en qué momento permitimos que se nos escaparan las riendas de nuestra vida?
Cierto es que vivimos en una era donde un minuto se traduce, de manera perceptiva, en una hora. Donde dejar en “visto” es sinónimo de descortesía, desinterés e insulto. Donde un smartphone condensa nuestra vida. Nos encontramos en el ahora, donde los padres –y hasta los abuelos- han retomado las asesorías para sus tabletas, celulares o uso de redes y estar a la vanguardia tecnológica, sólo con el ánimo de seguir comunicados.
Ahora resulta más fácil, para algunos, tener noticias acerca de sus familiares a través del Facebook que por una llamada o una visita al hogar; ahora es más inmediato mandar un mensaje de whatsapp que citarse para una comida o un café.
Es esta cultura de lo inmediato la que nos ha llevado a considerarnos virtualmente vivos, a elevar nuestras angustias y propiciar mayores desórdenes de personalidad. Estas redes sociales han venido a sustituir nuestro actuar en el mundo real; se convierten en el medio de contacto para grupos de amigos, colaboradores, trabajo, familia…
Soy parte de esta cultura y lo declaro. Soy parte, también de ese pasado que muchos jóvenes no reconocen. Aquel en el que esperabas tu carta llegara a tiempo, aquel donde la marcación de un número telefónico involucraba un rodeo digital, aquel en el que ir a hacer la tarea a la casa de alguien, era para los padres estar al pendiente del teléfono para escuchar que habías llegado bien.
No, las épocas antiguas no son mejores. Si afirmara esto estaría negando las ventajas comunicativas del ahora. El cuestionamiento, reside en cómo aprender de ese pasado con el vivir actual. ¿Cómo reconocer que esa paciencia añeja nos ayuda a enfermar menos? Mucho del burnout, tiene su cimiente en ello. En síntesis: ¿qué hemos aprendido de aquello para MI esto?
Cierto es que se agiliza la transmisión del mensaje a través de las tecnologías. Cierto es que se promueve una cultura ecológica al no gastar papel. Cierto, que si no se está en algún medio de estos, no puedes promocionarte. Todo viene a reducirse en la cultura del marketing 3.0 ¿que no? Resulta, también cierto, que de todos los “me gusta” en nuestros eventos culturales en Facebook sólo asiste el 10% y muchas ocasiones, no fueron siquiera los involucrados.
La vida se virtualiza a través de estos medios de comunicación. Así, por alguna extraña rareza, preferimos establecer conexiones emocionales por medio de estos aparatos que encontrarnos con las personas. Preferimos capturar con la super cámara del celular el atardecer y subirlo a las redes, que detenernos a mirar el cielo por un rato. Sea quizá el temor a conocernos por lo que buscamos escudarnos en esas transformaciones lingüísticas, porque ya no hubo tiempo para enseñarnos a crecer.