Y es tan grande el orgullo del Hombre que ya no cabe en sus diminutos símbolos (ni el orgullo, ni el Hombre).
Aún no conocemos las entrañas de este mundo: nuestros ojos no han visto nada: hemos anunciado, sin embargo, la existencia de planetas a 40 años luz de aquí y que pudieran semejarse al nuestro: nos paseamos entre los anillos de Saturno gracias a las fabulosas fotografías de Cassini: vemos a través de nuestra tecnología: utilizamos la intuición humana para crecer: crecer para persistir: y es la persistencia –la persistencia—quizá, la vida eterna con que tanto la humanidad ha fantaseado.
La cosmovisión que este conjunto mamífero llamado “humanidad” comparte desde el siglo XX pretende que el mundo gire, que sea elíptico y bipolar, que se desplacen sus masas océano-telúricas alrededor de un centro incandescente, a una velocidad limítrofe de nuestra dimensión temporal. Las verdades científicas no dejan lugar a dudas. Y la masa humana sigue la corriente. Pero hay personas que se empeñan en echar luz sobre la verdad: la tierra es plana: las estrellas son objetos sublunares: la luna y el sol viven dentro de la atmósfera terrestre: el universo es el mundo y el mundo fue creado por un demiurgo. Amén.
Aunque la sola verdad es que somos el discurso humano en carne y hueso. Puro verbo y pura carne. Pertenecemos a dos reinos que se bifurcan: un mundo imaginario y el otro real. Rizoma de rizomas, fractal entre fractales: la humanidad observa y representa; se observa y se representa: tuvo un principio (según su propio discurso: su Historia): ¿tendrá un fin? Jamás (y… por supuesto). Viajaremos en el tiempo como en el espacio. Viajaremos en la historia del “mundo” como lo hicimos a través del vasto territorio de la “evolución” de las especies. Y una vez pronunciada, la palabra Humanidad –como tantas otras—no tendrá fin.
Y sin embargo… y sin embargo, hay tantos sin embargos…
En este lado de nuestros espejismos “vivimos sumergidos” en una cadena de circunstancias, de situaciones variadísimas: la paz, la guerra, la eterna búsqueda de la felicidad y del poder, el hambre y las artes más puras nos rodean; la violencia es tan real y tan digna de la naturaleza humana, que hablar de ella es redundancia por banal. Ruedan las cabezas y los cuerpos por la tierra; pululan los fusilamientos, los bombardeos, los atentados y la contaminación como si se tratase del colesterol del mundo entero que no supo alimentarse. Y ¡ay!, ¡ay!, ¡ay de nosotros! que nunca habremos de cambiar de tema de conversación y ya nos aburrimos, deslizando el índice sobre nuestras pantallas sin encontrar la solución (al aburrimiento, al gran problema existencial, a los conflictos político-mundiales, al desempleo, etc.).
Ah, pero –como a un cerdo que nunca mataremos—seguimos engordando el debate sobre la organización del mundo humano, sobre el porvenir del planeta que por defecto hemos declarado nuestro. Dentro de esta atmósfera estamos los Hombres, con mayúscula. Dentro de esta atmósfera estamos los animales, con minúsculas. Nuestro destino no nos pertenece, pero seguimos luchando soberbiamente por apropiárnoslo. El tamaño de nuestra inteligencia depende de la memoria histórica de la humanidad, y no hay varita mágica ninguna. Nuestro control de la luz –en casa—, lo sabemos, no depende de los apagadores. Nos enteramos del clima gracias a los meteorólogos, pero nadie sabe qué pasará realmente, en ninguna parte. Hemos olvidado el funcionamiento del termómetro, como si algún día lo hubiéramos conocido. ET sé, etc., &c. (en todos lados, para todo tema, un fino y acertado et cætera sería suficiente, and “let your camera do the talking”.)
Y hay quien todavía se preocupa por el devenir del arte, o de los géneros.
¿Cómo participar en el debate activamente y aportando soluciones? ¿Cómo partir al África con las manos llenas y desaparecer después, sin regreso y sin gloria? ¿Cómo llegar al centro de la Antártida para construir una cabaña rodeada de pingüinos y un letrero en la puerta que diga bienvenido al polo sur? ¿Cómo resucitar a los muertos en la guerra de espionaje y emplearlos en una granja? ¿Cómo parar la distorsión moral profunda silenciosa crónica y mortal que dura ya milenios para desnudarnos sin vergüenza? ¿Cuántos símbolos regresivos se necesitan para sacar al mundo de la hipnosis y volver a vivir en un sueño?
¡¿Qué carajo importa?!
El sentido de la vida no se encontrará divulgando verdades nuevas. El sentido de la vida se encontrará en la vida. La propia. La de Yo. Cuando el amor de Yo proveniente de Yo irradie eternamente a Yo.
Hubo sabios, entre ellos algún ciego, que proponían un sistema de gobierno que permitiría llegar al orden perfecto del mundo humano: la vida en las comunas, el maravilloso mundo de las municipalidades universales, la desaparición de la idea de Estado-Nación. Imposible.
Pero, ¿sería acaso eficaz hacer desaparecer la idea de Sociedad… por un momento? ¿De comunidad, pues? ¿De grupo, más que sea? Sustituir el debate de la humanidad por el debate del individuo, ¿no sería quizá el comienzo de una solución? (Cambia tú primero, dicen por ay. Empieza por ti, balan luego y balan fuerte más allá.)
La solución de un individuo al gran debate universal, no es su opinión sobre los resultados de unas elecciones televisadas para seguir siendo gobernados por el trabajo de todos los días. No lo será tampoco su profunda reflexión sobre laicismo, corrupción y guerra en este cercano o aquel lejano paisaje: ni sobre la legalidad y el consumo. La solución que un individuo puede aportar al debate universal es su determinación sobre lo que no volverá a comer jamás: sobre la utilización de su tiempo y de su espacio: sobre la cita con el dentista que siempre fue remplazada por algo más importante que una muela palpitante: sobre cerrar la boca para maldecir: y saber abrirla para sonreír.
La solución puede esconderse detrás de las manchas de dentífrico sobre el espejo: el gran caos humano puede comenzar a aligerarse poniendo orden en el escritorio de uno y en su cajón de los calzones. El regreso del África simbólico será terminar de leer este libro debajo del teléfono. La gloria será eliminar el comentario soez y olvidar la afrenta. La elegancia de sonarse la nariz y no hacer ruido con la boca puede ser buena si ayuda a sentirse bien consigo y –luego pues—con los demás. Vivir, vivir, amarse, amarse: he ahí el germen de una revolución corrosiva, transmisible, duradera y feliz. Y mientras tanto, que la tierra gire como un trompo circular, sobre su planisferio.
¿Dos más dos?… sí claro, también. Y la armonía.