Volví a ver El demonio neón (2016), dirigida por el irregular Nicolas Winding Refn, y me di cuenta de un detalle que había pasado por alto en otras ocasiones. Después del giro de la segunda mitad de la película, tres personajes se bañan en sangre dentro de una habitación blanca.
La música electrónica de Cliff Martínez potencia el movimiento de los cuerpos ensangrentados, el lento cambio en la piel de rojo a rosa. En esta escena se consuma la posesión y, en un intento por investirse con las cualidades del cadáver, se apropian de su cuerpo, de lo que la representaba en el mundo material.
Dichas acciones recuerdan la leyenda de la Condesa Sangrienta, Erzébet Báthory. Una mujer de la nobleza húngara, condenada a muerte en 1614 por el asesinato de varias muchachas. Según la leyenda, obsesionada con la belleza y la juventud, se daba baños con la sangre de sus víctimas y practicaba la brujería.
No me voy a erigir aquí en juez de la condesa, sobre todo porque existe la posibilidad de que los rumores se hayan exagerado solo para perjudicarla por haberse convertido en una amenaza hacia ciertos nobles de su tiempo. Me quedo con la idea de la sangre usada como una fórmula contra la vejez. La relación entre ambos aspectos es lejana: la sangre se asocia con la vitalidad, la fuerza, la renovación.
Para su contraparte, Nicolás Guillén canta: “Ay de quien no tenga sangre […],/ da con su cuerpo en la playa,/ un cuerpo seco y vacío,/ un cuerpo roto y sin alma”. Los cuerpos de los personajes que se bañan en sangre, como los de El demonio neón, buscan ser llenados por la belleza, aunque al conseguirla termine por desbordarlos. La idea entierra sus raíces en historias como la de la condesa Báthory y se actualiza en nuevos formatos.
El ejemplo que más resuena en mí es la versión que ofrece Suehiro Maruo en el manga La sonrisa del vampiro. Al final del primer tomo, después de que una vampira recluta a dos adolescentes para que la ayuden, se puede ver a la mujer dentro de una bañera en la que flotan cuerpos de niños. Toda una locura.