En la nueva película de Hirokazu Koreeda la sensación de no pertenecer a un mundo que todo lo iguala se condensa en el término que le da nombre: monstruo. El título cobra sentido cuando se vuelve metáfora de la identidad de los personajes, o por lo menos de la forma en que los demás los juzgan. Bajo esta perspectiva, un monstruo es aquello inentendible, ese otro que comienza allí donde la igualdad se pierde. En la película del director japonés, lo monstruoso toma una dimensión paradójica cuando se presenta desde el punto de vista infantil, culturalmente asociado a la inocencia. Al trasladar la pregunta “¿qué es un monstruo?” hacia Minato y Yori (los niños que protagonizan la historia), se obliga al espectador a asumir una postura que provoca una reflexión sobre cómo nos relacionamos con la alteridad.
La historia se sostiene al construirse sobre la duda en torno a las acciones de los otros. Koreeda se vale de la forma, es decir, del montaje a partir de las perspectivas de los personajes, que se revelan como poseedores de una verdad fragmentada. No es que ninguno tenga la razón, sino que ésta se encuentra determinada por aquello que desconocen. Así, lo oculto cobra un nuevo sentido porque deshace la idea de lo monstruoso.
El mundo de la niñez y la paternidad son temas que Koreeda ya ha tratado anteriormente. Mi favorita es Después de la tormenta, en la que un padre, detective por obligación, pasa un día con su hijo al que no ha visto en algún tiempo. La aparente sencillez de la historia es una trampa, la exploración de los personajes construye una película compleja sobre la soledad. En Monster, por otro lado, la decisión de elaborar una trama difícil genera un cuestionamiento sobre la niñez. No para dejar sin respuestas al espectador, sino para tomar una postura explícita, acaso lugar común, pero todavía necesario ante una sociedad que niega la infancia queer y suprime la diferencia.