Quisiera ser un pez
En Buenos Aires no existen cocodrilos en las alcantarillas, no existía absolutamente nada hasta hoy. Tan simple como levantar la tapa del inodoro. Miles de veces en nuestra vida. La misma agua estanca, apenas coloreada por la versión del retrete. El vacío preparado para lo que disponga el organismo. Pero no esta vez. Cuando la tapa asciende, el agua es el hogar de un pequeño ser. Un hombre con cola de pez. Sireno, creo que le llaman. Pequeño como un dedo índice. Grueso como un puño. Pregunto su nombre, cómo llegó hasta acá. Responde pero no puedo entenderlo. Me acerco tanto como lo permite el espacio. Sin embargo, su voz, aguda y un tanto hiriente, no me otorga las respuestas que busco. Sé que tampoco podría hablar con un delfín, una ballena, una medusa; soy incapaz de descifrar el enigma del mar y sus criaturas. Se trata de sentir su canto, que me ofrenda como un tesoro oculto, dominado por Neptuno. Caudal y color de voz que hipnotizan cada célula, cada vacío. Si se trata de esto, si su aparición es el regalo de una divinidad que desconozco y me bendice con su canto; cuyo fulgor invade mis honduras. No creí que esta belleza era posible, a pesar de los números de los antiguos, de los pentagramas de los virtuosos, de la modernidad y sus genios. Caigo. Le pregunto y responde. Sonríe y sonrío. Mis piernas han desaparecido para amanecer en escamas multicolores. Soy pequeño como un dedo índice. Grueso como un puño.