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El pintor llegó al museo con ropas blancas, columna encorvada, pagó tarifa y pisó asfalto, caminó hasta el guardia y preguntó si podía entrar. Le negaron acceso, no era el mismo rostro que cuidaba la puerta, ni menos la cantidad necesaria, varios de ellos con sus uniformes y fusiles; rectos y pegados de hombros rodeaban la estructura, como una apretada cuerda humana alrededor de ésta, asfixiándola, como si fuera un cuello, el del cuerpo de esa ciudad. Aun si de asfixia moría, el cuerpo seguiría aquí, y nosotros sobre él, porque un sitio muerto aún está disponible para vivir. El pintor no podía dejar de mirar alrededor: muerto y solitario, culpó a los guardias con rostros idénticos, y ellos en respuesta no trabajaron, si el pintor era de los desobedientes que daban oficio, su muerte demostraría haberlo cumplido. Pero él no se quedó, se puso en cuarentena en su propio cuello, y no pudo dejar de pensar “¿podría llamar mi casa así?”, sentado en la cama, simulando ir en bus con la tarifa pagada al museo; ahora sus piernas dolían de haber regresado en solitario. “Este lugar ya no es ni mi propio cuello, antes era una verruga sobre el verdadero, todo el campo que dejaba respirar hasta la suciedad después de los páramos antes que se volviera un barrio; la verruga parte de ello. Quienes por él exhalaron venían de visita y daban las gracias, pero la suciedad se sintió ofendida por su diferencia, y convirtió al lugar en su semejante: los museos se alzaron como su copia y homenaje, y las pinturas de adentro como fotos de recuerdo de lo que algunos extrañan, sin haberlo vivido ni comprenderlo, yo creía hacerlo, y que merecía respirar por eso”. El pintor con sus herramientas y un collage en su mente, coloreó su verruga y respiró por bocetos, todo por dentro, las paredes se vieron como si el paisaje siguiera a lo lejos. Rompió cuarentena y pintó lo de afuera, los vecinos no pudieron dejar de mirarlo, su primer punto vivo en mucho tiempo, reclamaron la obra, respiraron juntos, y revivieron.